29 de septiembre de 2010

Los culpables - Villoro

"Los culpables"
Por Juan Villoro.

Las tijeras estaban sobre la mesa. Tenían un tamaño desmedido. Mi padre las había usado para rebanar pollos. Desde que él murió, Jorge las lleva a todas partes. Tal vez sea normal que un psicópata duerma con su pistola bajo la almohada. Mi hermano no es un psicópata. Tampoco es normal.
Lo encontré en la habitación, encorvado, luchando para sacarse la camiseta. Estábamos a 42 grados. Jorge llevaba una camiseta de tejido burdo, ideal para adherirse como una segunda piel.
-¡Ábrela! -gritó con la cabeza envuelta por la tela. Su mano señaló un punto inexacto que no me costó trabajo adivinar.
Fui por las tijeras y corté la camiseta. Vi el tatuaje en su espalda. Me molestó que las tijeras sirvieran de algo; Jorge volvía útiles las cosas sin sentido; para él, eso significaba tener talento.
Me abrazó como si untarme su sudor fuera un bautizo. Luego me vio con sus ojos hundidos por la droga, el sufrimiento, demasiados videos. Le sobraba energía, algo inconveniente para una tarde de verano en las afueras de Sacramento. En su visita anterior, Jorge pateó el ventilador y le rompió un aspa; ahora, el aparato apenas arrojaba aire y hacía un ruido de sonaja. Ninguno de los seis hermanos pensó en cambiarlo. La granja estaba en venta. Aún olía a aves; las alambradas conservaban plumas blancas.
Yo había propuesto otro lugar para reunirnos pero él necesitaba algo que llamó "correspondencias". Ahí vivimos apiñados, leímos la Biblia a la hora de comer, subimos al techo a ver lluvias de estrellas, fuimos azotados con el rastrillo que servía para barrer el excremento de los pollos, soñamos en huir y regresar para incendiar la casa.

-Acompáñame. -Jorge salió al porche. Había llegado en una camioneta Windstar, muy lujosa para él.

Sacó dos maletines de la camioneta. Estaba tan flaco que parecía sostener tanques de buceo en la absurda inmensidad del desierto. Eran máquinas de escribir.
Las colocó en las cabeceras del comedor y me asignó la que se atascaba en la eñe. Durante semanas íbamos a estar frente a frente. Jorge se creía guionista. Tenía un contacto en Tucson, que no es precisamente la meca del cine, interesado en una "historia en bruto" que en apariencia nosotros podíamos contar. La prueba de su interés eran la camioneta Windstar y dos mil dólares de anticipo. Confiaba en el cine mexicano como en un intangible guacamole; había demasiado odio y demasiada pasión en la región para no aprovecharlos en la pantalla. En Arizona, los granjeros disparaban a los migrantes extraviados en sus territorios ("un safari caliente", había dicho el hombre al que Jorge citaba como a un evangelista); luego, el improbable productor había preparado un coctel margarita color rojo. Lo "mexicano" se imponía entre un reguero de cadáveres.

La mayor extravagancia de aquel gringo era confiar en mi hermano. Jorge se preparó como cineasta paseando drogadictos norteamericanos por las costas de Oaxaca. Ellos le hablaron de películas que nunca vimos en Sacramento. Cuando se mudó a Torreón, visitó a diario un negocio de videos donde había aire acondicionado. Lo contrataron para normalizar su presencia y porque podía recomendar películas que no conocía.
Regresaba a Sacramento con ojos raros. Seguramente, esto tenía que ver con Lucía. Ella se aburría tanto en este terregal que le dio una oportunidad a Jorge. Aun entonces, cuando conservaba un peso aceptable e intacta su dentadura, mi hermano parecía un chiflado cósmico, como esos tipos que han entrado en contacto con un ovni. Tal vez tenía el pedigrí de haberse ido, el caso es que ella lo dejó entrar a la casa que habitaba atrás de la gasolinera. Costaba trabajo creer que alguien con el cuerpo y los ojos de obsidiana de Lucía no encontrara un candidato mejor entre los traileros que se detenían a cargar diésel. Jorge se dio el lujo de abandonarla.

No quería atarse a Sacramento pero lo llevaba en la piel: se había tatuado en la espalda una lluvia de estrellas, las "lágrimas de San Fortino" que caen el 12 de agosto. Fue el gran espectáculo que vimos en la infancia. Además, su segundo nombre es Fortino.
Mi hermano estaba hecho para irse pero también para volver. Preparó su regreso por teléfono: nuestras vidas rotas se parecían a las de otros cineastas, los artistas latinos la estaban haciendo en grande, el hombre de Tucson confiaba en el talento fresco. Curiosamente, la "historia en bruto" era mía. Por eso tenía frente a mí una máquina de escribir.

También yo salí de Sacramento. Durante años conduje tráilers a ambos lados de la frontera. En los cambiantes paisajes de esa época mi única constancia fue la cerveza Tecate. Ingresé en Alcóholicos Anónimos después de volcarme en Los Vidrios con un cargamento de fertilizantes. Estuve inconsciente en la carretera durante horas, respirando polvo químico para mejorar tomates. Quizás esto explica que después aceptara un trabajo donde el sufrimiento me pareció agradable. Durante cuatro años repartí bolsas con suero para los indocumentados que se extravían en el desierto. Recorrí las rutas de Agua Prieta a Douglas, de Sonoyta a Lukeville, de Nogales a Nogales (rentaba un cuarto en cada uno de los Nogales, como si viviera en una ciudad y en su reflejo). Conocí polleros, agentes de la migra, miembros del programa Paisano. Nunca vi a la gente que recogía las bolsas con suero. Los únicos indocumentados que encontré estaban detenidos. Temblaban bajo una frazada. Parecían marcianos. Tal vez solo los coyotes bebían el suero. A la suma de cadáveres hallados en el desierto le dicen The Body Count. Fue el título que Jorge escogió para la película.

La soledad te vuelve charlatán. Después de manejar diez horas sin compañía escupes palabras. "Ser ex alcóholico es tirar rollos", eso me dijo alguien en AA. Una noche, a la hora de las tarifas de descuento, llamé a mi hermano. Le conté algo que no sabía cómo acomodar. Iba por una carretera de terracería cuando los faros alumbraron dos siluetas amarillentas. Migrantes. Estos no parecían marcianos; parecían zombies. Frené y alzaron los brazos, como si fuera a detenerlos. Cuando vieron que iba desarmado, gritaron que los salvara por la Virgen y el amor de Dios. "Están locos", pensé. Echaban espuma por la boca, se aferraban a mi camisa, olían a cartón podrido. "Ya están muertos". Esta idea me pareció lógica. Uno de ellos imploró que lo llevara "donde juese". El otro pidió agua. Yo no traía cantimplora. Me dio miedo o asco o quién sabe qué viajar con los migrantes deshidratados y locos. Pero no podía dejarlos ahí. Les dije que los llevaría atrás. Ellos entendieron que en el asiento trasero. Tuve que usar muchas palabras para explicarles que me refería a la cajuela, el maletero, su lugar de viaje.

Quería llegar a Phoenix al amanecer. Cuando las plantas espinosas rasguñaron el cielo amarillo, me detuve a orinar. No oí ruidos en la parte trasera. Pensé que los otros se habían asfixiado o muerto de sed o hambre, pero no hice nada. Volví al coche.
Llegamos a las afueras de Phoenix. Detuve el coche y me persigné. Cuando abrí el cofre trasero, vi los cuerpos quietos y las ropas teñidas de rojo. Luego oí una carcajada. Solo al ver las camisas salpicadas de semillas recordé que llevaba tres sandías. Los migrantes las habían devorado en forma inaudita, con todo y cáscara. Se despidieron con una felicidad alucinada que me produjo el mismo malestar que la posibilidad de matarlos mientras trataba de salvarlos.

Fue esto lo que le conté a Jorge. A los dos días llamó para decirme que teníamos una "historia en bruto". No servía para una película, pero sí para ilusionar a un productor.
Mi hermano confiaba en mi conocimiento de los cruces ilegales y en los cursos de redacción por correspondencia que tomé antes de irme de trailero, cuando soñaba en ser corresponsal de guerra solo porque eso garantizaba ir lejos.

Durante seis semanas sudamos uno frente al otro. Desde su cabecera, Jorge gritaba: "¡Los productores son pendejos, los directores son pendejos, los actores son pendejos!" Escribíamos para un comando de pendejos. Era nuestra ventaja: sin que se dieran cuenta, los obligaríamos a transmitir una verdad incómoda. A esto Jorge le decía "el silbato de Chaplin". En una película, Chaplin se traga un silbato que sigue sonando en su estómago. Así sería nuestro guión, el silbato que tragarían los pendejos: sonaría dentro de ellos sin que pudieran evitarlo.
Pero yo no podía armar la historia, como si todas las palabras llevaran la eñe que se atascaba en mi teclado. Entonces Jorge habló como nuestro padre lo había hecho en esa mesa: nos faltaba sentirnos culpables. ...ramos demasiado indiferentes. Teníamos que jodernos para merecer la historia.
Fuimos a unas peleas de perros y apostamos los dos mil dólares del anticipo. Escogimos un perro con una cicatriz en equis en el lomo. Parecía tuerto. Luego supimos que la furia le hacía guiñar un ojo. Ganamos seis mil dólares. La suerte nos consentía, pésima noticia para un guionista, según Jorge.
No sé si él tomó alguna droga o una pastilla, lo cierto es que no dormía. Se quedaba en una mecedora en el porche, viendo los huizaches del desierto y los gallineros abandonados, con las tijeras abiertas sobre el pecho. Al día siguiente, cuando yo revolvía el nescafé, me gritaba con ojos insomnes: "¡Sin culpa no hay historia!" El problema, mi problema, es que yo ya era culpable. Jorge nunca me preguntó qué estaba haciendo en la carretera de terracería a bordo de un Spirit que no era mío, y yo no deseaba mencionarlo.

Cuando mi hermano abandonó a Lucía, ella se fue con el primer cliente que llegó a la gasolinera. Pasó de un sitio a otro de la frontera, de un Jeff a un Bill y a un Kevin, hasta que hubo alguien llamado Gamaliel que pareció suficientemente estable (casado con otra, pero dispuesto a mantenerla). No era un migrante sino un "gringo nuevo", hijo de hippies que buscaban nombres en las Biblias de los migrantes. La propia Lucía me puso al tanto. Hablaba de cuando en cuando y se aseguraba de tener mis datos, como si yo fuera algo que ojalá no tuviera que usar. Un seguro en la nada.
Una tarde llamó para pedir "un favorsote". Necesitaba enviar un paquete y yo conocía bien las carreteras. Curiosamente, me mandó a un lugar al que nunca había ido, cerca de Various Ranches. A partir de entonces me usó para despachar paquetes pequeños. Me dijo que contenían medicinas que aquí podían comprarse sin receta y valían mucho al otro lado, pero sonrió de modo extraño al decirlo, como si "medicinas" fuera un código para droga o dinero. Nunca abrí un sobre. Fue mi lealtad hacia Lucía. Mi lealtad hacia Jorge fue no pensar demasiado en los pechos bajo la blusa, las manos delgadas, sin anillos, los ojos que aguardaban un remedio.

Cuando decidimos vender la granja, los seis hermanos nos reunimos por primera vez en mucho tiempo. Discutimos de precios y tonterías prácticas. Fue entonces cuando Jorge pateó el ventilador. Nos maldijo entre frases sacadas de la Biblia, habló de lobos y corderos, la mesa donde se ponía un lugar al enemigo. Luego encendió el ventilador y oyó el ruido de sonaja. Sonrió, como si eso fuera divertido. El hermano que me ayudaba a bajarme los pantalones después de los azotes para sentir la fría delicia del río se creía ahora un cineasta con méritos suficientes para patear ventiladores. Lo detesté, como nunca lo había hecho.

La siguiente vez que Lucía me llamó para recoger un envío no salí de su casa hasta el día siguiente. Le dije que mi coche estaba fallando. Me prestó el Spirit que le había regalado Gamaliel. Yo quería seguir tocando algo de Lucía, aunque el coche viniera de otro hombre. Pensé en esto en la carretera y quise aportarle un toque personal al Spirit. Por eso me detuve a comprar sandías.
No volví a ver a Lucía. Devolví el coche cuando ella no estaba en casa y arrojé las llaves al buzón. Sentí un sabor acre en la boca, ganas de romper algo. En la noche llamé a Jorge. Le conté de los zombies y las sandías.

Al cabo de seis semanas, marcas azules circundaban los ojos de mi hermano. Cortó en cuadritos los dólares que ganamos en las peleas de perros pero tampoco así nos llegó la culpa creativa. No sé si sacó esa idea de los castigos en la granja, a manos de un padre de fanática religiosidad, o si las drogas en la costa de Oaxaca le expandieron la mente de ese modo, un campo donde se cosecha con remordimientos.

-Asalta un banco -le dije.

-El crimen no cuenta. Necesitamos una culpa superable.

Estuve a punto de decir que me había acostado con Lucía, pero las tijeras para pollos estaban demasiado cerca.
Horas más tarde, Jorge fumaba un cigarro torcido. Olía a mariguana, pero no lo suficiente para mitigar la peste de las aves de corral. Vio la mancha de salitre donde había estado la imagen de la Virgen. Luego me contó que seguía en contacto con Lucía. Ella tenía un negocio modesto. Medicinas de contrabando. Era ilícito pero nadie se condena por repartir medicinas. Me preguntó si yo tenía algo que decirle. Por primera vez pensé que el guión era un montaje para obligarme a confesar. Salí al porche, sin decir palabra, y vi la Windstar. ¿Era posible que el "productor" fuese Gamaliel y los dólares y la camioneta vinieran de él? ¿Jorge era su mensajero? ¿Traía a la casa los celos de otra persona? ¿Podía haberse degradado con tanto cálculo?

Regresé a mi silla y escribí sin parar, la noche entera. Exageré mis encuentros eróticos con Lucía. En esa confesión indirecta, el descaro podía encubrirme. Mi personaje asumió los defectos de un perfecto hijo de puta. A Jorge le hubiera parecido creíble y repugnante que yo actuara como el hombre débil que era, pero no podía atribuirme esa magnífica vileza. Al día siguiente, The Body Count estaba listo. Sin eñes, pero listo.

-Siempre puedes confiar en un ex alcóholico para satisfacer un vicio -me dijo. No supe si se refería a su vicio de convertir la culpa en cine o de saciar celos ajenos.

Jorge le hizo cortes al guión con las tijeras para pollos. El más significativo fue mi nombre. El ganó dinero con The Body Count, pero fue un éxito insulso. Nadie oyó el silbato de Chaplin.
En lo que a mí toca, algo me retuvo ante la máquina de escribir, tal vez una frase de mi hermano en su última noche en la granja:

-La cicatriz está en el otro tobillo.

Me había acostado con Lucía pero no recordaba el sitio de su cicatriz. Mi refugio era imaginar las cosas. ¿Era ese el vicio al que se refería Jorge? Seguiría escribiendo. Esa noche me limité a decir:

-Perdón, perdóname.

No sé si lloré. Mi cara estaba mojada por el sudor o por lágrimas que no sentí. Me dolían los ojos. La noche se abría ante nosotros, como cuando éramos niños y subíamos al techo a pedir deseos. Una luz rayó el cielo.

-12 de agosto -dijo Jorge.

Pasamos el resto de la noche viendo estrellas fugaces, como cuerpos perdidos en el desierto.
Juan Villoro.
Cuento incluido en "Los culpables", Interzona Latinoamericana (2008). Buenos Aires.

2 de septiembre de 2010

El Inmortal – Borges y Piranesi




Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.)
Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión enorme de antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de los atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas.
Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales, sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una trascripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.

Jorge Luis Borges (Buenos Aires 1899 – Ginebra 1986)
Fragmento de “El inmortal”, publicado originalmente en El Aleph (1949).

Imágenes: Giovanni Piranesi nace en Mogliano (actual Italia) en 1720. Grabador y arquitecto, estudia en Venecia pero pronto se muda a Roma, donde realiza la mayor parte de su trabajo artístico y profesional. En 1745 comienza su afamada serie de grabados Prisiones (Carceri), la que continuará por treinta años.

Fuente: www.bifurcaciones.cl / @bifurcaciones

23 de junio de 2010

Rimbaud – Cartas desde Abisinia


‘Solo los viajes son verdaderos’, piensa el poeta enloquecido a los diecinueve años. Es Jean Nicolás Arthur Rimbaud (Charleville, 1854 – Marsella, 1891), el poeta precoz, el ‘simbolista’, el ‘decadente’, el misántropo, el infante de los caminos, el amante urgente, el revolucionario, el partidario de la Comuna, el exiliado, el consumidor de ajenjo y hachís. La ‘aventura de la poesía’ que buscaba Rimbaud se consuma salvaje, inconclusa, caótica, hasta que empieza a extinguirse. El tiempo en el poeta es el fuego a su combustible. Ya había publicado la desmesurada “Carta del vidente”, un manifiesto estético en el que definía al poeta del futuro como un «ladrón de fuego» que buscaba la alquimia verbal y lo desconocido a través de un «largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos».
Seguirán las fugas a Paris, Bruselas, Londres, internaciones y otros escritos, como “Una temporada en el infierno” y “Las iluminaciones”, obra con la que claudicará a la literatura. Acabarán esos años locos y sombríos, con una bala disparada en medio de una pelea con el amante Verlaine. Rimbaud está dispuesto a dejarlo todo atrás, y lo hará enrolado en el ejército colonial holandés como salvoconducto a otra vida: reniega del modernismo europeo de finales del siglo XIX, comienza a aborrecer la poesía, se alista luego en el ejército carlista de las guerras españolas, deserta, y parte. Hacia 1879 y 1880, viaja a Chipre en dos ocasiones y luego de distintas escalas en el Mar Rojo, se afinca en Adén y más tarde en Harar (Etiopía). Ese Rimbaud escribirá en una carta a un amigo unos años después: “ahora estoy condenado a errar, atado a una empresa lejana, y día a día pierdo el recuerdo del clima y la manera de vivir e incluso la lengua de Europa”. Ya no es el poeta iluminado, es el mercader y traficante, desde el África, el que fue vagabundo, obrero portuario, trabajador en una cantera de mármol, comprador de café, comerciante, traficante de armas, explorador, apunta Nicolás González Varela, en el sitio Nación Apache.
Esas correspondencias fueron reunidas en “Cartas Abisinias”, el libro que alberga los escritos personales que el poeta desfasado de su tiempo escribió desde el mar Rojo, Adén y Harar, y que hace poco reeditó en castellano la pequeña editorial A Coruña, de Galicia (Edición de Lolo Rico, Ediciones del Viento. A Coruña, 2010). Son esas cartas las que permiten una aproximación brutal al Rimbaud poco conocido. Algo queda claro: olvidemos al poeta de una vez. En esas escrituras íntimas, a sus amigos en Europa, huelen a furia, a desencanto, a desprecio a las monarquías europeas, a la política colonial de Occidente, y a cierto lamento. Solo le interesan libros prácticos, tratados de metalurgia y de hidráulica, guía prácticas de oficios, manual del perfecto cerrajero.
Pide en esas cartas instrumentos científicos como un teodolito, barómetros y aparatos fotográficos. “Aprende el dialecto harari, estudia gramática árabe, compra café, almizcle, marfil, incienso, revende paños de Lyon y vidrerías belgas, perlas falsas, porcelanas, pañuelos de color, pequeños espejos de mano forrados de latón, siempre recorriendo a caballo la ciudad amurallada”.
En esos años, se dedica al comercio de marfil, café, oro o cualquier producto que consiguiera por el trueque de alguna mercancía europea; también envia informes a la Sociedad Francesa de Geografía, vende armas en Adén y gusta de los poetas populares árabes. “Ha perdido la ensoñación en ese lejano 1873. Esa perpetua necesidad de cambio y de renovación, la inestabilidad eterna, lo ha devorado a sí mismo”. No sabrá nunca que el periódico Vogue, publica por esos años parte de sus “Iluminaciones”, poemario que revolucionará la poética francesa.
De esos años quedarán esas cartas desesperadas, las palabras de uno de los más grandes poetas del siglo XIX, que murió de una derivación de sífilis a los treinta y siete años, en 1891, en un hospital de Marsella.

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(Extractos)

Adén, 17 de agosto de 1880
Queridos amigos,
Dejé Chipre con 400 francos después de casi dos meses de los altercados que tuve con el pagador general y mi ingeniero. Si me hubiera quedado, podría haber conseguido una buena situación al cabo de unos meses. Pero no obstante puedo regresar.
He buscado trabajo en todos los puertos del mar Rojo, en Djeddah, Souakim, Massaouah, Hodeidah, etc. Vine aquí después de haber intentado encontrar algo en Abisinia. Caí enfermo al llegar. De momento, estoy empleado en un comercio de café aunque sólo por siete francos. Cuando tenga algunos centenares de francos más, me iré a Zanzíbar, donde, según dicen, hay más posibilidades.
Denme noticias suyas
RIMBAUD
Adén-camp
El franqueo es más de 25 céntimos. Adén no pertenece a la Unión Postal.
A propósito, ¿me han enviado los libros a Chipre?

….

Harar, 6 de mayo de 1883
Maceran, Viannay y Bardey
Mis queridos amigos,
El 30 de abril, recibí en Harar su carta del 26 de marzo. Dicen haberme enviado dos cajas de libros. He recibido en Adén solamente la caja en la que Dubar decía haber ahorrado 25 francos. Probablemente la otra haya llegado a Adén con el grafómetro. Ya que antes de marcharme de Adén envié otro cheque de 100 francos con otra lista de libros, y han tenido que cobrar ya ese cheque y probablemente haber comprado los libros. En fin, ahora no estoy al corriente de las fechas. Próximamente les enviaré otro cheque de 200 francos, porque tendré que pedir los negativos de cristal para la fotografía. Este encargo ha estado bien hecho; y si quiero ganaré enseguida los 2.000 francos que me costó. Aquí todo el mundo quiere fotografiarse, incluso te ofrecen una guinea por cada fotografía. No estoy todavía bien instalado, ni al corriente, pero lo estaré enseguida y les enviaré cosas insólitas.
Les incluyo dos fotografías de mí mismo hechas por mí mismo. Aquí siempre estoy mejor que en Adén. Hay menos trabajo y más aire, vegetación, etc. He renovado mi contrato por tres años pero creo que el establecimiento cerrará pronto y los beneficios no cubrirían los gastos. En fin, hay el acuerdo de que el día que me echen me darán tres meses de indemnización. A final de año, hará tres años completos que trabajo en esta sociedad.
Isabelle se equivocaría de no casarse si se presenta alguien serio e instruido, alguien con un porvenir. La vida es así y la soledad es una mala cosa. Por mi parte, siento no haberme casado y tener una familia. Pero ahora estoy condenado a errar, atado a una empresa lejana, y día a día pierdo el recuerdo del clima y la manera de vivir e incluso la lengua de Europa. ¿Para qué sirven estas idas y venidas, estas fatigas y estas aventuras en lugares de razas extrañas, y estas lenguas que llenan la memoria, y estas penas sin nombre, si un día, después de algunos años, no puedo descansar en un lugar que me guste más o menos, y encontrar una familia, y tener por lo menos un hijo para pasar el resto de mi vida educándole según mis ideas, dotándole de la más completa instrucción que se puede dar en nuestra época, y verle convertido en un ingeniero de renombre, un hombre rico y poderoso para la ciencia? Pero ¿quién sabe cuánto puede durar mi estancia en estas montañas? Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia.
Me habla usted de nuevas políticas ¡si supiera lo poco que me importa! Hace más de dos años que no he visto un periódico. Todos esos debates me resultan ahora incomprensibles. Como los musulmanes, sé que lo que pasa, pasa, y eso es todo.
Lo único que me interesa, son las noticias de casa y soy feliz con el cuadro de vuestro trabajo pastoral. Es una pena que allí el invierno sea tan frío y lúgubre. Pero ahora están en primavera y su clima en esta época se corresponde con el clima que tengo en este momento en Harar.
Estas fotografías me representan, una, de pie en una terraza de la casa, otra, de pie en el jardín de un café. En la tercera, con los brazos cruzados en un jardín de plátanos. Se han decolorado a causa de la mala calidad del agua que tengo para lavarlas. Pero en lo sucesivo voy a mejorar mi trabajo. Esto es únicamente para que se acuerden de mi aspecto, y darles una idea del paisaje de aquí.
Adiós,
RIMBAUD

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Harar, 4 de agosto de 1888
Maceran, Viannay, Bardey, Adén.
Mis queridos amigos,
Recibo su carta del 27 de junio. No tienen por qué extrañarse del retraso de la correspondencia; este lugar está separado de la costa por desiertos que los correos tardan ocho días en atravesar. Además, el servicio que une a Zeilah con Adén es muy irregular, el correo no sale de Adén para Europa y recibir respuesta, hay que contar por lo menos tres meses. Es imposible escribir directamente de Europa a Harar ya que más allá de Zeilah, que está bajo protección inglesa, hay un desierto habitado por tribus nómadas. Estamos en terreno montañoso, prolongación de los macizos abisinios, y la temperatura no se eleva nunca a más de 25 grados sobre cero, y no desciende jamás a menos de 5 grados sobre cero. Así que uno ni se hiela ni suda.
Actualmente estamos en época de lluvias. Es bastante triste. El gobierno es el gobierno abisinio del rey Ménélik, es decir, un gobierno negro-cristiano. A pesar de esto, estamos en paz y con relativa seguridad. En cuanto a los negocios, unas veces van bien, y otras mal. Se vive sin la esperanza de llegar a ser millonario. ¡En fin! Ya que es mi destino vivir en estos países…
Hay apenas una veintena de europeos en toda Abisinia, incluido este país. Vean sobre qué inmensos espacios están diseminados. El lugar donde más hay es Harar: alrededor de una docena. Soy el único con nacionalidad francesa. Hay también una misión católica con tres curas que educan a los negritos. Uno de ellos es de nacionalidad francesa como yo.
Me aburro tanto como siempre; nunca he conocido a nadie que se aburra como yo. ¿Acaso no es miserable esta existencia sin familia, sin ocupaciones intelectuales, perdido en medio de negros cuya suerte nos gustaría mejorar, mientras que ellos sólo buscan aprovecharse y nos impiden solucionar nuestros asuntos en un breve plazo? Obligados a hablar su chapurreo, a comer su asquerosa comida y a padecer un sinfín de problemas debidos a su pereza, a sus traiciones y a su estupidez.
Lo más triste no termina aquí sino en el miedo de que poco a poco uno pueda embrutecerse, aislados como estamos de toda sociedad inteligente.
Se importan sedas, algodones, táleros y algunos otros objetos: se exporta café, caucho, perfumes, marfil, oro que viene de muy lejos, etc. Los negocios, aunque importantes, no son suficientes para mi actividad, y se reparten entre todos los europeos perdidos en estas vastas regiones. Les saludo sinceramente. Escríbanme.
RIMBAUD


En la foto: Rimbaud, el sexto desde la izda, hacia 1880/90, con un grupo de europeos en la terraza de entrada del Hôtel de l’Univers, en Adén. Es el hotel donde vivió Rimbaud.