27 de diciembre de 2011

Frida

Autorretrato o El tiempo vuela, óleo sobre masonite 77.5 x 61 cm. Pintado en 1929 luego de contraer matrimonio con Diego Rivera.


Frida Kahlo y Diego Rivera, óleo sobre lienzo 100 x 79 cm. (1931)


Henry Ford Hospital o La cama volando, óleo sobre metal 30,5 x 38 cm.1932. Representa el aborto natural que sufrió Frida durante 1932.


Autorretrato en la frontera entre México y los Estados Unidos, óleo sobre metal 31 x 35 cm. 1932. Frida vivió algún tiempo en EE.UU. extrañando a su México natal.


Allá cuelga mi vestido o New York, óleo y collage sobre masonite 46 x 50 cm.1933. Nuevamente una obra que retrata a Frida Kahlo en su paso por EE.UU.


Autorretrato con mono, óleo sobre masonite 55,2 x 43,5 cm. 1938. Frida Kahlo.


Lo que vi en el agua o lo que el agua me dio, óleo sobre lienzo 91 x 70,5 cm. 1938. Frida Kahlo expone varios motivos de su pasado.


El suicidio de Dorothy Hale, óleo sobre masonite conmarco de madera pintada 60,4 x 48,6 cm. 1938/39. Una de las obras más polémicas de Frida Kahlo.


Dos desnudos en un bosque, óleo sobre metal 25 x 30,5 cm. 1939. Frida era una bisexual confesa.


Las dos Fridas, óleo sobre lienzo 173,5 x 173 cm.1939. Frida Kahlo.


Autorretrato con pelo cortado, óleo sobre lienzo 40 x 28 cm. 1940. Primer pintura de Frida Kahlo luego del divorcio con Rivera. Se cortó el pelo porque su esposo lo admiraba. Arriba del cuadro se puede ver un pentagrama con una melodia que dice: "Mira que si te quise, fué por el pelo, Ahora que estás pelona, ya no te quiero".


Diego en mi pensamiento o Pensando en Diego o Autorretrato como Tehuana,
óleo sobre masonite 76 x 61 cm.1943. Frida Kahlo.


La columna rota, óleo sobre lienzomontado sobre masonite 43 x 33 cm.1944. Frida Kahlo.


Moisés o Núcleo solar, 1945. Frida Kahlo.


Árbol de la esperanza mantente firme, 1946. Frida Kahlo.


El venado herido, 1946. Frida Kahlo.


Autorretrato, 1948. Frida Kahlo.


El abrazo de amor de El universo, la tierra (México), Yo, Diego y el señor Xólotl, 1949. Frida Kahlo.


Diego y yo, 1949. Frida Kahlo.


El marxismo dará la salud a los enfermos, 1954. Frida Kahlo.


15 de junio de 2011

Citizen Kane - Welles y la mirada de Borges



Citizen Kane (cuyo nombre en la República Argentina es El Ciudadano) tiene por lo menos dos argumentos. El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad, en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que en su niñez ha jugado! El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es el de Joseph Conrad en Chance (1914) y el del hermoso film The Power and the Glory: la rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico. Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo.

Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias (corolario posible, ya previsto por David Hume, por Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton - The Head of Caesar, creo -, el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto.

Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad.

La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros.

Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como "perduran" ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra.

Jorge Luis Borges - Revista Sur Nº 83, agosto de 1941.


El Ciudadano (Citizen Kane)

Intérpretes: Orson Welles (Charles Foster Kane), Joseph Cotten (Jedidiah Leland / Reportero de noticiario), Dorothy Comingore (Susan Alexander), Agnes Moorehead (Mrs. Mary Kane), Ruth Warrick (Emily Norton Kane), Ray Collins (Boss James 'Jim' W. Gettys), Erskine Sanford (Herbert Carter / Reportero de noticiario), Everett Sloane (Señor Bernstein), George Coulouris (Walter Parks Thatcher), William Alland (Jerry Thompson / Narrador de "News on the March"), Paul Stewart (Raymond), Fortunio Bonanova (Matisti),

Origen: Estados Unidos

Año: 1941

Director: Orson Welles

Guión: Orson Welles, Herman J. Mankiewicz y John Houseman (no figura en la ficha técnica)

Producción: Mercury Productions - RKO Radio Pictures

Música: BH

Montaje: Robert Wise

Duración: 119 minutos.


15 de enero de 2011

Cartografía del tiempo - L'infinito viaggiare - Magris


El Infinito Viajar (L'infinito viaggiare), del escrito italiano Claudio Magris (Trieste, 1939), es una odisea, un viaje circular, la búsqueda de un destino, y un conjunto de crónicas de viaje reunidas y publicadas en el diario Corriere della Sera. Es todo eso, y a la vez, una obra que revisa el viaje más allá del suceso narrativo, mucho más allá del desplazamiento ontológico.

Para Magris hay dos formas, o muchas formas de entender el viaje: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes.

Cartografía del tiempo, y del espacio, las crónicas de Magris son habitadas por la búsqueda del destino de Ulises, la travesía moderna de Nietzsche y Novalis, Musil y Joyce, la antigua y nueva tradición, el desplazamiento hacia adelante, Rilke, Breton y la mirada lúcida sobre las fronteras políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, las visibles y las invisibles que el viaje permite indagar y encontrar. Al fin y al cabo, el viaje como una transición de un espacio a otro, geográfico o emocional, como el cruce de un límite, territorial o personal, el viaje como el desplazamiento hacia un nuevo estado, aunque milenario, siempre hacia un nuevo encuentro.



El infinito viajar
por Claudio Magris


“¿Adónde os dirigís?”, se pregunta en Enrique de Ofterdingen, la gran novela de Novalis. “Siempre hacia casa”, es la respuesta. El suyo es uno de los grandes libros en los que el viaje aparece cual odisea o metáfora del viaje a través de la vida. Toda odisea pone el punto interrogativo en la posibilidad de atravesar el mundo haciendo de ello una experiencia real y formando así la propia personalidad. La pregunta es si Ulises —especialmente el moderno— vuelve finalmente a casa y, a pesar de las más trágicas y absurdas peripecias, ha confirmado su identidad y encontrado o corroborado un sentido de la existencia o descubre tan sólo la posibilidad de formarse; o bien si pierde el significado de su vida y se pierde a sí mismo en el camino, disgregándose en vez de construirse el suyo.

El sujeto en la visión clásica, aún extraviado frente al vértigo de las cosas, acaba por encontrarse a sí mismo en la confrontación con ese vértigo; atravesando el mundo —viajando en el mundo— descubre su propia verdad, esa verdad que al principio es tan sólo potencial y latente en él y que traduce en realidad a través de la confrontación con el mundo. El héroe de Novalis viaja por lejanías espaciales y temporales pero para llegar a casa, para encontrarse a sí mismo a través del viaje. En El principio esperanza, Bloch dice que la Heimat, la patria, la casa natal que cada cual en su nostalgia cree ver en la infancia, se encuentra en cambio al final del viaje. Éste es circular; se parte de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve a casa, si bien a una casa muy diferente de la que se dejó, porque ha adquirido significado gracias a la partida, a la escisión originaria. Ulises vuelve a Ítaca, pero Ítaca no sería tal si él no la hubiera abandonado para ir a la guerra de Troya, si no hubiese quebrado los vínculos entrañables e inmediatos con ella para poderla reencontrar con mayor autenticidad.

El Bildungsroman, la novela de formación que se plantea un problema central de la modernidad, es decir, que se pregunta si, y cómo, puede desarrollar el individuo su propia persona insertándose en el engranaje cada vez más complejo y “prosaico” de la sociedad, casi siempre es también —desde el Wilhelm Meister de Goethe al Enrique de Ofterdingen de Novalis— una novela de peregrinación, de viaje. Pero pronto algo, en la relación del individuo con la totalidad que lo envuelve, se agrieta; en el automóvil de la sociedad moderna viajar se trueca además en un escapar, en un violento romper límites y vínculos. El viaje no sólo descubre la precariedad del mundo, sino también la del viajero, la labilidad del Yo individual que empieza —como intuye Nietzsche con despiadada claridad— a disgregar su identidad y su unidad, a convertirse en otro hombre, “más allá del hombre” según el significado más auténtico del término Übermensch, que no indica un superhombre, un individuo tradicional más dotado que los demás, sino un nuevo estadio antropológico, más allá de la individualidad clásica.

El viaje pasa a ser entonces un camino sin retorno hacia el descubrimiento de que no hay, no puede ni debe haber un retorno. Al viaje circular, tradicional, clásico, edípico y conservador de Joyce, cuyo Ulises vuelve a casa, le releva el viaje rectilíneo, nietzscheano de los personajes de Musil, un viaje que procede siempre hacia delante, hacia un malvado infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada. Ítaca y más allá, como reza el título de un libro que he escrito; dos modalidades existenciales, trascendentales del viajar. En la segunda el sujeto, el Yo, el viajero, se lanza siempre hacia delante; en su proceder no se lleva a sí mismo, totalmente a sí mismo, sino que todas las veces aniquila su integral identidad anterior y se desprende de sí. Lâchez tout, salir de viaje, escribía Breton en 1922 exhortando al dépaysement.

* * *

No hay viaje sin que se crucen fronteras —políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, también las invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las existentes entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso. Traspasar las fronteras; también amarlas —por cuanto definen una realidad, una individualidad, le dan cuerpo salvándola así de lo indistinto— pero sin idolatrarlas, sin hacer de ellas ídolos que exigen sacrificios de sangre. Saberlas flexibles, provisionales y perecederas como un cuerpo humano, y por ello dignas de ser amadas; mortales en el sentido de que, al igual que los viajeros, están sujetas a la muerte, y no ocasión y causa de muerte como lo han sido y lo son tantas veces.

Viajar no quiere decir solamente ir al otro lado de la frontera, sino también descubrir que siempre se está en el otro lado. En Verde agua Marisa Madieri, recorriendo la historia del éxodo de los italianos de Fiume después de la Segunda Guerra Mundial en el momento de la revancha eslava que les obliga a huir, descubre los orígenes en parte eslavos de su familia, en aquel entonces vejada por los eslavos por ser italiana; esto es, descubre pertenecer al mundo por el que se sentía amenazada, y que es, al menos parcialmente, también el suyo.

Cuando yo era niño e iba a pasear por el Carso, en Trieste, la frontera que veía tan cerca era infranqueable —al menos hasta la ruptura entre Tito y Stalin y la normalización de las relaciones entre Italia y Yugoslavia— porque era el Telón de Acero que dividía el mundo en dos. Detrás de esa frontera estaban lo desconocido y lo conocido. Lo desconocido porque allí comenzaba el inaccesible, ignoto, misterioso imperio de Stalin, el mundo del Este, tan a menudo ignorado, temido y despreciado. Lo conocido porque aquellas tierras, anexionadas por Yugoslavia al final de la guerra, habían formado parte de Italia. Yo había ido allí varias veces, formaban parte de mi existencia. Una misma realidad era a la vez misteriosa y familiar. Cuando regresé por primera vez, fue simultáneamente un viaje a lo conocido y a lo desconocido. Cada viaje implica más o menos una experiencia similar: alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con nosotros. A las gentes de una orilla las de la orilla opuesta a menudo les parecen bárbaras, peligrosas y llenas de prejuicios hacia ellas. Pero si nos ponemos a ir de acá para allá en un puente, mezclándonos con las personas que transitan por él y pasando de una orilla a otra hasta no saber bien de qué parte o en qué país estamos, reencontramos la benevolencia hacia nosotros mismos y el placer del mundo. “¿Dónde está la frontera?”, pregunta Saramago en el confín entre España y Portugal a los peces que, en el mismo río, según se deslicen por una orilla u otra nadan ora en el Duero, ora en el Douro.

* * *

Llamada de lo conocido o de lo desconocido? La salida de don Quijote querría ser el descubrimiento, la verificación y la confirmación de lo que se sabe, de la verdad leída en los libros de caballerías, de las leyes inmutables del amor y la lealtad, de la belleza de Dulcinea y la fuerza de los gigantes. También los judíos orientales que salen del gueto o del shtetl, de su aldea mísera pero familiar y regulada por el Libro, se aventuran hacia Occidente, entran en la Historia, creyendo encontrar siempre un mundo regido por las tablas de la Ley y, aún más, interpretando cada cosa, incluso la más desconcertante y antitética respecto a su visión, según los parámetros de la ley.

“Pero a campo raso llueve y nieva. Nieva historia”, como dice Yakov Bok, el mísero correveidile en busca de fortuna, en El hombre de Kiev de Malamud. Don Quijote de la Mancha y el judío-oriental se encuentran cara a cara con lo ignoto, con la violencia, la brutalidad y la vulgaridad de una realidad para ellos desconocida y que intentan no admitir; pero precisamente su amorosa fidelidad a un orden conocido les obliga a percibir con mayor agudeza el desorden del mundo en que se aventuran. El viajero es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque para conmensurarlo usa un metro que desvela su fragilidad, su provisionalidad, su ambigüedad y su miseria. Como bien sabía Kafka, sin el sentido profundo de la ley no puede descubrirse su vertiginosa ausencia en la vida. Al salir de la cueva de Montesinos, don Quijote cuenta todas las maravillas y los encantamientos que ha visto, pero cuando Sancho le objeta que a su entender no son sino despropósitos, el hidalgo le responde: “Todo pudiera ser”.

Utopía y desencanto. Muchas cosas se vienen abajo, cuando se viaja; certidumbres, valores, sentimientos, expectativas que se van perdiendo por el camino —el camino es un maestro duro, pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared.

La realidad, tan a menudo impenetrable, de pronto cede, se cuartea; el viajero, dice Cees Nooteboom, siente “las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio causal”. Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos, engullidos, absorbidos en vórtices del espacio-tiempo, remolinos de la mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva vida.

Viajar es una experiencia musiliana, confiada al sentido de las posibilidades más que al principio de realidad. Se descubren, como en unas excavaciones arqueológicas, otros estratos de lo real, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente pero existían y sobreviven en jirones olvidados por la carrera del tiempo, en brechas todavía abiertas, en estados fluctuantes aún. Viajar significa echar cuentas con la realidad pero también con sus alternativas, con sus vacíos; con la Historia y con otra historia u otras historias impedidas y destituidas por ella, mas no canceladas del todo.

Desde la Odisea, viaje y literatura aparecen estrechamente unidos; una análoga exploración, deconstrucción e identificación del mundo y del yo. La escritura sigue con la mudanza, empaqueta y deshace, arregla, desplaza vacíos y bultos, descubre —¿inventa?, ¿encuentra?— elementos que se le escapan al inventario e incluso a la percepción real, como si los pusiera bajo una lupa. También mi viajero danubiano habla de fisuras cortantes como cuchillas abiertas en los bastidores del teatro cotidiano, a través de las cuales espera que se filtre cuando menos un soplo o una pequeña corriente de la vida verdadera, celada por el biombo de lo real. Trascendencia de todo viajar que también cala en la carne, en el polvo, en la inmediatez del ahora que se cierne sobre nosotros y desbarata siempre, poco o mucho, las esperas. Basta cruzar la calle o el descansillo para desmentir la orgullosa garantía asegurada años atrás por el Spiegel de una sección titulada “Bestseller Service”, que prometía hablar sólo de libros de éxito de los que todos hablaban y se esperaba que se hablase: “Las sorpresas quedan excluidas”.

Vivir, viajar, escribir. Acaso hoy la narrativa más auténtica sea la que cuenta no a través de la invención y la ficción puras, sino a través de la toma directa de los hechos, de las cosas, de esas transformaciones locas y vertiginosas que, como dice Kapuscinki, impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él, permitiendo capturar, como el reportero en la barahúnda de la batalla, sólo algunos fragmentos. Por lo demás, él mismo crea una literatura vitalísima zambulléndose en la realidad, plasmándola con rigurosa precisión, aferrando como un perro de caza sus detalles reveladores aún más huidizos y componiéndolo todo en un cuadro, fiel y a la vez reinventado, que es el retrato del mundo y del viaje a través del mundo. Quizá el viaje sea la expresión por excelencia de esa literatura, de esa narrativa non fiction teorizada por Truman Capote.

* * *

Viajar es inmoral, decía Weininger viajando; es cruel, recalca Canetti. Inmoral es la vanidad de la fuga, nota con acierto Horacio cuando invita a no intentar eludir los dolores y los afanes espoleando al caballo, porque la negra angustia, dice su verso, va sentada en la grupa detrás del jinete que espera hacerle perder el rastro de su caballo. El yo fuerte, según el filósofo vienés abatido pronto por la convivencia con lo absoluto, debe quedarse en casa, encararse con la angustia y la desesperación sin que le distraigan o aturdan, no apartar la mirada de la realidad y la pelea; la metafísica es residente, no busca evasiones ni vacaciones. Quizá, alguna vez, el yo se quede en casa y el que viaja sea su semblante, un simulacro semejante al de Helena que, según una de las versiones del mito, había seguido a Paris hasta Troya mientras la verdadera Helena se quedaba en otro lugar, Egipto, durante los largos años de la guerra.

Weininger denunciaba en el viaje la tentación de la irresponsabilidad, quien viaja es espectador, no está implicado a fondo en la realidad que atraviesa, no es culpable de las fealdades, las infamias y las tragedias del país en el que se adentra. No ha hecho él esas leyes inicuas y no tiene que reprocharse no haberlas combatido; si el techo que le ampara una noche cae sobre él y no tiene la desgracia de quedar bajo los escombros, no ha de hacer otra cosa sino coger su maleta e ir un poco más lejos. De viaje estamos bien porque, aparte de alguna malandanza, un terremoto o un desastre aéreo, verdaderamente no puede sucedernos nada: no ponemos en juego nuestra vida.

El viaje es también un benévolo aburrimiento, una protectora insignificancia. La aventura más arriesgada, difícil y seductora se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos. La casa no es un idilio; es el espacio de la existencia concreta y por tanto expuesta al conflicto, al malentendido, al error, al avasallamiento y a la hosquedad, al naufragio. Por eso es el lugar central de la vida, con su bien y su mal; el lugar de la pasión más fuerte, a veces devastadora —por la compañera o el compañero de nuestros días, por los hijos— y que nos cala sin miramientos. Recorrer el mundo también significa descansar de la intensidad doméstica, apaciguarse en placenteras pausas de holganza, abandonarse pasivamente —inmoralmente, según Weininger— al fluir de las cosas.

Hay otra inmoralidad del viaje, la actitud de cerrarse ante la diversidad del mundo. El viajero mitteleuropeo es con facilidad un Ulises en batín, como ha escrito Giorgio Bergamini; alguien que querría navegar entre una butaca y una biblioteca, en el azul oceánico del atlas más que en el de las olas; alguien para quien el infinito es el signo matemático del infinito. Quien viaja sobre el papel se desacostumbra imperceptiblemente a la vida y vuelca sus pasiones sobre el gráfico de la vida, sobre las curvas estadísticas de sus fenómenos; pasa a ser un hombre sin atributos para el que, escribe Musil, la verdura enlatada se convierte en el sentido verdadero de la verdura fresca.

También cuando viaja en el mundo, el viajero mantiene tal tendencia a abrocharse bien el abrigo y subirse la solapa, cual si interpusiera una defensa entre él y las cosas. Por suerte a los viajeros danubianos les gusta el mar y, como los de mi Danubio, quizá atraviesen bajo pesados cielos las grandes llanuras de Mitteleuropa, más que nada para llegar al mar. Y a la orilla del mar “inexplicable”, como lo llamaba Camões, es donde se encuentra el dilatado aliento de la vida que nos abre a las grandes preguntas sobre el destino y al sentido del bien y el mal; el mar induce a confrontar la ambigüedad, invita a desafiarla —en el mar inmortal, escribe Conrad, se conquista el perdón de nuestras almas pecadoras. En el mar nos desnudamos, nos despojamos de las asfixiantes defensas, nos abrimos a cuanto tenemos delante. Y en ello puede ir la salvación del viajero, que, aun en el empedrado de las ciudades o en las montañas, se siente en la cabeceante toldilla de un barco embestido por altas olas, arca precaria o salvadora.

Crueldad del viaje, advierte Canetti: el viajero mira al mundo con curiosidad y de alguna manera es propenso a aceptar lo que ve, el mal y la injusticia inclusive, tendiendo a conocerlos y comprenderlos más que a combatirlos y rechazarlos. El viaje en los países totalitarios, por ejemplo, siempre es un poco culpable, una complicidad o al menos una neutralidad de hecho respecto a las violencias y las infamias celadas tras los pueblos Potemkin que se atraviesan y donde se encuentra hospitalidad. Y pese a ello poco a poco el viajero descubre, se ve obligado a descubrir la fraternidad y el destino común del mundo, a sentir que el mundo entero es su casa y que sólo este sentimiento hace que sea verdadero su amor por la casa que ha dejado atrás en su país, que de otro modo sería un hórrido y regresivo fetichismo.

Como para el vagabundo gaznápiro de Eichendorff, amor por las lejanías y amor por el hogar coinciden, porque en ese hogar se quiere también al vasto mundo desconocido y en este último se aprecia, aun en las más variadas formas, la intimidad del hogar. Dante decía que bebiendo el agua del Amo había aprendido a querer con fuerza a Florencia, pero que para nosotros la patria es el mundo como para los peces el mar: cada una de las dos aguas, por sí sola, es insuficiente y está contaminada. Viajar enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente hermanos. Por eso la meta del viaje son los hombres; no se va a España o a Alemania, sino entre los españoles o entre los alemanes. “Lea literatura de viajes”, le decía a un teólogo Kant, que tampoco quería moverse de Königsberg.

* * *

A veces los lugares hablan, otras callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos. Como cualquier otro, el encuentro con los lugares —y con quien vive en ellos— es aventurado, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan hasta al viajero más distraído e ignaro con la evidencia misma de su aparición y de la vida que en ellos bulle. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen sólo a quienes los recorren conociendo lo sucedido entre aquellos árboles o en aquellas calles: la habitación donde murió Kafka, en Kierling, dice tantas cosas, pero sólo a quien sabe que entre aquellas paredes Kafka vivió sus últimas horas y mira hasta las grietas de las paredes bajo esta luz. Otros lugares se cierran en un opaco silencio y el encuentro fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la esterilidad. Y esto sucede porque el viajero —por ignorancia, soberbia o acedia— no encuentra la llave para entrar en aquel mundo, el vocabulario y la gramática para comprender aquella lengua y descifrar aquella cultura. El status viatoris que el pensamiento religioso atribuye al hombre implica también esta fragilidad, esta alternancia de gloria y caída, la capacidad de salvación unida a la exposición y al jaque mate y a la culpa.

Hay lugares que fascinan porque parecen radicalmente diferentes y otros que encantan porque, ya la primera vez, resultan familiares, casi un lugar natal. Conocer es a menudo, platónicamente, reconocer, es el brote de algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido como propio. Para ver un lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo familiar, continuamente redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del encuentro, la seducción y la aventura; la vigésima o centésima vez que se habla con un amigo o se hace el amor con una persona amada son infinitamente más intensas que la primera. Esto vale también para los lugares; el viaje más fascinador es un regreso, una odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado, los microcosmos cotidianos atravesados durante años y años, son un desafío ulisiano. “¿Por qué cabalgáis por estas tierras?”, pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. “Para regresar”, responde el segundo.

29 de septiembre de 2010

Los culpables - Villoro

"Los culpables"
Por Juan Villoro.

Las tijeras estaban sobre la mesa. Tenían un tamaño desmedido. Mi padre las había usado para rebanar pollos. Desde que él murió, Jorge las lleva a todas partes. Tal vez sea normal que un psicópata duerma con su pistola bajo la almohada. Mi hermano no es un psicópata. Tampoco es normal.
Lo encontré en la habitación, encorvado, luchando para sacarse la camiseta. Estábamos a 42 grados. Jorge llevaba una camiseta de tejido burdo, ideal para adherirse como una segunda piel.
-¡Ábrela! -gritó con la cabeza envuelta por la tela. Su mano señaló un punto inexacto que no me costó trabajo adivinar.
Fui por las tijeras y corté la camiseta. Vi el tatuaje en su espalda. Me molestó que las tijeras sirvieran de algo; Jorge volvía útiles las cosas sin sentido; para él, eso significaba tener talento.
Me abrazó como si untarme su sudor fuera un bautizo. Luego me vio con sus ojos hundidos por la droga, el sufrimiento, demasiados videos. Le sobraba energía, algo inconveniente para una tarde de verano en las afueras de Sacramento. En su visita anterior, Jorge pateó el ventilador y le rompió un aspa; ahora, el aparato apenas arrojaba aire y hacía un ruido de sonaja. Ninguno de los seis hermanos pensó en cambiarlo. La granja estaba en venta. Aún olía a aves; las alambradas conservaban plumas blancas.
Yo había propuesto otro lugar para reunirnos pero él necesitaba algo que llamó "correspondencias". Ahí vivimos apiñados, leímos la Biblia a la hora de comer, subimos al techo a ver lluvias de estrellas, fuimos azotados con el rastrillo que servía para barrer el excremento de los pollos, soñamos en huir y regresar para incendiar la casa.

-Acompáñame. -Jorge salió al porche. Había llegado en una camioneta Windstar, muy lujosa para él.

Sacó dos maletines de la camioneta. Estaba tan flaco que parecía sostener tanques de buceo en la absurda inmensidad del desierto. Eran máquinas de escribir.
Las colocó en las cabeceras del comedor y me asignó la que se atascaba en la eñe. Durante semanas íbamos a estar frente a frente. Jorge se creía guionista. Tenía un contacto en Tucson, que no es precisamente la meca del cine, interesado en una "historia en bruto" que en apariencia nosotros podíamos contar. La prueba de su interés eran la camioneta Windstar y dos mil dólares de anticipo. Confiaba en el cine mexicano como en un intangible guacamole; había demasiado odio y demasiada pasión en la región para no aprovecharlos en la pantalla. En Arizona, los granjeros disparaban a los migrantes extraviados en sus territorios ("un safari caliente", había dicho el hombre al que Jorge citaba como a un evangelista); luego, el improbable productor había preparado un coctel margarita color rojo. Lo "mexicano" se imponía entre un reguero de cadáveres.

La mayor extravagancia de aquel gringo era confiar en mi hermano. Jorge se preparó como cineasta paseando drogadictos norteamericanos por las costas de Oaxaca. Ellos le hablaron de películas que nunca vimos en Sacramento. Cuando se mudó a Torreón, visitó a diario un negocio de videos donde había aire acondicionado. Lo contrataron para normalizar su presencia y porque podía recomendar películas que no conocía.
Regresaba a Sacramento con ojos raros. Seguramente, esto tenía que ver con Lucía. Ella se aburría tanto en este terregal que le dio una oportunidad a Jorge. Aun entonces, cuando conservaba un peso aceptable e intacta su dentadura, mi hermano parecía un chiflado cósmico, como esos tipos que han entrado en contacto con un ovni. Tal vez tenía el pedigrí de haberse ido, el caso es que ella lo dejó entrar a la casa que habitaba atrás de la gasolinera. Costaba trabajo creer que alguien con el cuerpo y los ojos de obsidiana de Lucía no encontrara un candidato mejor entre los traileros que se detenían a cargar diésel. Jorge se dio el lujo de abandonarla.

No quería atarse a Sacramento pero lo llevaba en la piel: se había tatuado en la espalda una lluvia de estrellas, las "lágrimas de San Fortino" que caen el 12 de agosto. Fue el gran espectáculo que vimos en la infancia. Además, su segundo nombre es Fortino.
Mi hermano estaba hecho para irse pero también para volver. Preparó su regreso por teléfono: nuestras vidas rotas se parecían a las de otros cineastas, los artistas latinos la estaban haciendo en grande, el hombre de Tucson confiaba en el talento fresco. Curiosamente, la "historia en bruto" era mía. Por eso tenía frente a mí una máquina de escribir.

También yo salí de Sacramento. Durante años conduje tráilers a ambos lados de la frontera. En los cambiantes paisajes de esa época mi única constancia fue la cerveza Tecate. Ingresé en Alcóholicos Anónimos después de volcarme en Los Vidrios con un cargamento de fertilizantes. Estuve inconsciente en la carretera durante horas, respirando polvo químico para mejorar tomates. Quizás esto explica que después aceptara un trabajo donde el sufrimiento me pareció agradable. Durante cuatro años repartí bolsas con suero para los indocumentados que se extravían en el desierto. Recorrí las rutas de Agua Prieta a Douglas, de Sonoyta a Lukeville, de Nogales a Nogales (rentaba un cuarto en cada uno de los Nogales, como si viviera en una ciudad y en su reflejo). Conocí polleros, agentes de la migra, miembros del programa Paisano. Nunca vi a la gente que recogía las bolsas con suero. Los únicos indocumentados que encontré estaban detenidos. Temblaban bajo una frazada. Parecían marcianos. Tal vez solo los coyotes bebían el suero. A la suma de cadáveres hallados en el desierto le dicen The Body Count. Fue el título que Jorge escogió para la película.

La soledad te vuelve charlatán. Después de manejar diez horas sin compañía escupes palabras. "Ser ex alcóholico es tirar rollos", eso me dijo alguien en AA. Una noche, a la hora de las tarifas de descuento, llamé a mi hermano. Le conté algo que no sabía cómo acomodar. Iba por una carretera de terracería cuando los faros alumbraron dos siluetas amarillentas. Migrantes. Estos no parecían marcianos; parecían zombies. Frené y alzaron los brazos, como si fuera a detenerlos. Cuando vieron que iba desarmado, gritaron que los salvara por la Virgen y el amor de Dios. "Están locos", pensé. Echaban espuma por la boca, se aferraban a mi camisa, olían a cartón podrido. "Ya están muertos". Esta idea me pareció lógica. Uno de ellos imploró que lo llevara "donde juese". El otro pidió agua. Yo no traía cantimplora. Me dio miedo o asco o quién sabe qué viajar con los migrantes deshidratados y locos. Pero no podía dejarlos ahí. Les dije que los llevaría atrás. Ellos entendieron que en el asiento trasero. Tuve que usar muchas palabras para explicarles que me refería a la cajuela, el maletero, su lugar de viaje.

Quería llegar a Phoenix al amanecer. Cuando las plantas espinosas rasguñaron el cielo amarillo, me detuve a orinar. No oí ruidos en la parte trasera. Pensé que los otros se habían asfixiado o muerto de sed o hambre, pero no hice nada. Volví al coche.
Llegamos a las afueras de Phoenix. Detuve el coche y me persigné. Cuando abrí el cofre trasero, vi los cuerpos quietos y las ropas teñidas de rojo. Luego oí una carcajada. Solo al ver las camisas salpicadas de semillas recordé que llevaba tres sandías. Los migrantes las habían devorado en forma inaudita, con todo y cáscara. Se despidieron con una felicidad alucinada que me produjo el mismo malestar que la posibilidad de matarlos mientras trataba de salvarlos.

Fue esto lo que le conté a Jorge. A los dos días llamó para decirme que teníamos una "historia en bruto". No servía para una película, pero sí para ilusionar a un productor.
Mi hermano confiaba en mi conocimiento de los cruces ilegales y en los cursos de redacción por correspondencia que tomé antes de irme de trailero, cuando soñaba en ser corresponsal de guerra solo porque eso garantizaba ir lejos.

Durante seis semanas sudamos uno frente al otro. Desde su cabecera, Jorge gritaba: "¡Los productores son pendejos, los directores son pendejos, los actores son pendejos!" Escribíamos para un comando de pendejos. Era nuestra ventaja: sin que se dieran cuenta, los obligaríamos a transmitir una verdad incómoda. A esto Jorge le decía "el silbato de Chaplin". En una película, Chaplin se traga un silbato que sigue sonando en su estómago. Así sería nuestro guión, el silbato que tragarían los pendejos: sonaría dentro de ellos sin que pudieran evitarlo.
Pero yo no podía armar la historia, como si todas las palabras llevaran la eñe que se atascaba en mi teclado. Entonces Jorge habló como nuestro padre lo había hecho en esa mesa: nos faltaba sentirnos culpables. ...ramos demasiado indiferentes. Teníamos que jodernos para merecer la historia.
Fuimos a unas peleas de perros y apostamos los dos mil dólares del anticipo. Escogimos un perro con una cicatriz en equis en el lomo. Parecía tuerto. Luego supimos que la furia le hacía guiñar un ojo. Ganamos seis mil dólares. La suerte nos consentía, pésima noticia para un guionista, según Jorge.
No sé si él tomó alguna droga o una pastilla, lo cierto es que no dormía. Se quedaba en una mecedora en el porche, viendo los huizaches del desierto y los gallineros abandonados, con las tijeras abiertas sobre el pecho. Al día siguiente, cuando yo revolvía el nescafé, me gritaba con ojos insomnes: "¡Sin culpa no hay historia!" El problema, mi problema, es que yo ya era culpable. Jorge nunca me preguntó qué estaba haciendo en la carretera de terracería a bordo de un Spirit que no era mío, y yo no deseaba mencionarlo.

Cuando mi hermano abandonó a Lucía, ella se fue con el primer cliente que llegó a la gasolinera. Pasó de un sitio a otro de la frontera, de un Jeff a un Bill y a un Kevin, hasta que hubo alguien llamado Gamaliel que pareció suficientemente estable (casado con otra, pero dispuesto a mantenerla). No era un migrante sino un "gringo nuevo", hijo de hippies que buscaban nombres en las Biblias de los migrantes. La propia Lucía me puso al tanto. Hablaba de cuando en cuando y se aseguraba de tener mis datos, como si yo fuera algo que ojalá no tuviera que usar. Un seguro en la nada.
Una tarde llamó para pedir "un favorsote". Necesitaba enviar un paquete y yo conocía bien las carreteras. Curiosamente, me mandó a un lugar al que nunca había ido, cerca de Various Ranches. A partir de entonces me usó para despachar paquetes pequeños. Me dijo que contenían medicinas que aquí podían comprarse sin receta y valían mucho al otro lado, pero sonrió de modo extraño al decirlo, como si "medicinas" fuera un código para droga o dinero. Nunca abrí un sobre. Fue mi lealtad hacia Lucía. Mi lealtad hacia Jorge fue no pensar demasiado en los pechos bajo la blusa, las manos delgadas, sin anillos, los ojos que aguardaban un remedio.

Cuando decidimos vender la granja, los seis hermanos nos reunimos por primera vez en mucho tiempo. Discutimos de precios y tonterías prácticas. Fue entonces cuando Jorge pateó el ventilador. Nos maldijo entre frases sacadas de la Biblia, habló de lobos y corderos, la mesa donde se ponía un lugar al enemigo. Luego encendió el ventilador y oyó el ruido de sonaja. Sonrió, como si eso fuera divertido. El hermano que me ayudaba a bajarme los pantalones después de los azotes para sentir la fría delicia del río se creía ahora un cineasta con méritos suficientes para patear ventiladores. Lo detesté, como nunca lo había hecho.

La siguiente vez que Lucía me llamó para recoger un envío no salí de su casa hasta el día siguiente. Le dije que mi coche estaba fallando. Me prestó el Spirit que le había regalado Gamaliel. Yo quería seguir tocando algo de Lucía, aunque el coche viniera de otro hombre. Pensé en esto en la carretera y quise aportarle un toque personal al Spirit. Por eso me detuve a comprar sandías.
No volví a ver a Lucía. Devolví el coche cuando ella no estaba en casa y arrojé las llaves al buzón. Sentí un sabor acre en la boca, ganas de romper algo. En la noche llamé a Jorge. Le conté de los zombies y las sandías.

Al cabo de seis semanas, marcas azules circundaban los ojos de mi hermano. Cortó en cuadritos los dólares que ganamos en las peleas de perros pero tampoco así nos llegó la culpa creativa. No sé si sacó esa idea de los castigos en la granja, a manos de un padre de fanática religiosidad, o si las drogas en la costa de Oaxaca le expandieron la mente de ese modo, un campo donde se cosecha con remordimientos.

-Asalta un banco -le dije.

-El crimen no cuenta. Necesitamos una culpa superable.

Estuve a punto de decir que me había acostado con Lucía, pero las tijeras para pollos estaban demasiado cerca.
Horas más tarde, Jorge fumaba un cigarro torcido. Olía a mariguana, pero no lo suficiente para mitigar la peste de las aves de corral. Vio la mancha de salitre donde había estado la imagen de la Virgen. Luego me contó que seguía en contacto con Lucía. Ella tenía un negocio modesto. Medicinas de contrabando. Era ilícito pero nadie se condena por repartir medicinas. Me preguntó si yo tenía algo que decirle. Por primera vez pensé que el guión era un montaje para obligarme a confesar. Salí al porche, sin decir palabra, y vi la Windstar. ¿Era posible que el "productor" fuese Gamaliel y los dólares y la camioneta vinieran de él? ¿Jorge era su mensajero? ¿Traía a la casa los celos de otra persona? ¿Podía haberse degradado con tanto cálculo?

Regresé a mi silla y escribí sin parar, la noche entera. Exageré mis encuentros eróticos con Lucía. En esa confesión indirecta, el descaro podía encubrirme. Mi personaje asumió los defectos de un perfecto hijo de puta. A Jorge le hubiera parecido creíble y repugnante que yo actuara como el hombre débil que era, pero no podía atribuirme esa magnífica vileza. Al día siguiente, The Body Count estaba listo. Sin eñes, pero listo.

-Siempre puedes confiar en un ex alcóholico para satisfacer un vicio -me dijo. No supe si se refería a su vicio de convertir la culpa en cine o de saciar celos ajenos.

Jorge le hizo cortes al guión con las tijeras para pollos. El más significativo fue mi nombre. El ganó dinero con The Body Count, pero fue un éxito insulso. Nadie oyó el silbato de Chaplin.
En lo que a mí toca, algo me retuvo ante la máquina de escribir, tal vez una frase de mi hermano en su última noche en la granja:

-La cicatriz está en el otro tobillo.

Me había acostado con Lucía pero no recordaba el sitio de su cicatriz. Mi refugio era imaginar las cosas. ¿Era ese el vicio al que se refería Jorge? Seguiría escribiendo. Esa noche me limité a decir:

-Perdón, perdóname.

No sé si lloré. Mi cara estaba mojada por el sudor o por lágrimas que no sentí. Me dolían los ojos. La noche se abría ante nosotros, como cuando éramos niños y subíamos al techo a pedir deseos. Una luz rayó el cielo.

-12 de agosto -dijo Jorge.

Pasamos el resto de la noche viendo estrellas fugaces, como cuerpos perdidos en el desierto.
Juan Villoro.
Cuento incluido en "Los culpables", Interzona Latinoamericana (2008). Buenos Aires.

2 de septiembre de 2010

El Inmortal – Borges y Piranesi




Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.)
Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión enorme de antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de los atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas.
Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales, sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una trascripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.

Jorge Luis Borges (Buenos Aires 1899 – Ginebra 1986)
Fragmento de “El inmortal”, publicado originalmente en El Aleph (1949).

Imágenes: Giovanni Piranesi nace en Mogliano (actual Italia) en 1720. Grabador y arquitecto, estudia en Venecia pero pronto se muda a Roma, donde realiza la mayor parte de su trabajo artístico y profesional. En 1745 comienza su afamada serie de grabados Prisiones (Carceri), la que continuará por treinta años.

Fuente: www.bifurcaciones.cl / @bifurcaciones

23 de junio de 2010

Rimbaud – Cartas desde Abisinia


‘Solo los viajes son verdaderos’, piensa el poeta enloquecido a los diecinueve años. Es Jean Nicolás Arthur Rimbaud (Charleville, 1854 – Marsella, 1891), el poeta precoz, el ‘simbolista’, el ‘decadente’, el misántropo, el infante de los caminos, el amante urgente, el revolucionario, el partidario de la Comuna, el exiliado, el consumidor de ajenjo y hachís. La ‘aventura de la poesía’ que buscaba Rimbaud se consuma salvaje, inconclusa, caótica, hasta que empieza a extinguirse. El tiempo en el poeta es el fuego a su combustible. Ya había publicado la desmesurada “Carta del vidente”, un manifiesto estético en el que definía al poeta del futuro como un «ladrón de fuego» que buscaba la alquimia verbal y lo desconocido a través de un «largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos».
Seguirán las fugas a Paris, Bruselas, Londres, internaciones y otros escritos, como “Una temporada en el infierno” y “Las iluminaciones”, obra con la que claudicará a la literatura. Acabarán esos años locos y sombríos, con una bala disparada en medio de una pelea con el amante Verlaine. Rimbaud está dispuesto a dejarlo todo atrás, y lo hará enrolado en el ejército colonial holandés como salvoconducto a otra vida: reniega del modernismo europeo de finales del siglo XIX, comienza a aborrecer la poesía, se alista luego en el ejército carlista de las guerras españolas, deserta, y parte. Hacia 1879 y 1880, viaja a Chipre en dos ocasiones y luego de distintas escalas en el Mar Rojo, se afinca en Adén y más tarde en Harar (Etiopía). Ese Rimbaud escribirá en una carta a un amigo unos años después: “ahora estoy condenado a errar, atado a una empresa lejana, y día a día pierdo el recuerdo del clima y la manera de vivir e incluso la lengua de Europa”. Ya no es el poeta iluminado, es el mercader y traficante, desde el África, el que fue vagabundo, obrero portuario, trabajador en una cantera de mármol, comprador de café, comerciante, traficante de armas, explorador, apunta Nicolás González Varela, en el sitio Nación Apache.
Esas correspondencias fueron reunidas en “Cartas Abisinias”, el libro que alberga los escritos personales que el poeta desfasado de su tiempo escribió desde el mar Rojo, Adén y Harar, y que hace poco reeditó en castellano la pequeña editorial A Coruña, de Galicia (Edición de Lolo Rico, Ediciones del Viento. A Coruña, 2010). Son esas cartas las que permiten una aproximación brutal al Rimbaud poco conocido. Algo queda claro: olvidemos al poeta de una vez. En esas escrituras íntimas, a sus amigos en Europa, huelen a furia, a desencanto, a desprecio a las monarquías europeas, a la política colonial de Occidente, y a cierto lamento. Solo le interesan libros prácticos, tratados de metalurgia y de hidráulica, guía prácticas de oficios, manual del perfecto cerrajero.
Pide en esas cartas instrumentos científicos como un teodolito, barómetros y aparatos fotográficos. “Aprende el dialecto harari, estudia gramática árabe, compra café, almizcle, marfil, incienso, revende paños de Lyon y vidrerías belgas, perlas falsas, porcelanas, pañuelos de color, pequeños espejos de mano forrados de latón, siempre recorriendo a caballo la ciudad amurallada”.
En esos años, se dedica al comercio de marfil, café, oro o cualquier producto que consiguiera por el trueque de alguna mercancía europea; también envia informes a la Sociedad Francesa de Geografía, vende armas en Adén y gusta de los poetas populares árabes. “Ha perdido la ensoñación en ese lejano 1873. Esa perpetua necesidad de cambio y de renovación, la inestabilidad eterna, lo ha devorado a sí mismo”. No sabrá nunca que el periódico Vogue, publica por esos años parte de sus “Iluminaciones”, poemario que revolucionará la poética francesa.
De esos años quedarán esas cartas desesperadas, las palabras de uno de los más grandes poetas del siglo XIX, que murió de una derivación de sífilis a los treinta y siete años, en 1891, en un hospital de Marsella.

….
(Extractos)

Adén, 17 de agosto de 1880
Queridos amigos,
Dejé Chipre con 400 francos después de casi dos meses de los altercados que tuve con el pagador general y mi ingeniero. Si me hubiera quedado, podría haber conseguido una buena situación al cabo de unos meses. Pero no obstante puedo regresar.
He buscado trabajo en todos los puertos del mar Rojo, en Djeddah, Souakim, Massaouah, Hodeidah, etc. Vine aquí después de haber intentado encontrar algo en Abisinia. Caí enfermo al llegar. De momento, estoy empleado en un comercio de café aunque sólo por siete francos. Cuando tenga algunos centenares de francos más, me iré a Zanzíbar, donde, según dicen, hay más posibilidades.
Denme noticias suyas
RIMBAUD
Adén-camp
El franqueo es más de 25 céntimos. Adén no pertenece a la Unión Postal.
A propósito, ¿me han enviado los libros a Chipre?

….

Harar, 6 de mayo de 1883
Maceran, Viannay y Bardey
Mis queridos amigos,
El 30 de abril, recibí en Harar su carta del 26 de marzo. Dicen haberme enviado dos cajas de libros. He recibido en Adén solamente la caja en la que Dubar decía haber ahorrado 25 francos. Probablemente la otra haya llegado a Adén con el grafómetro. Ya que antes de marcharme de Adén envié otro cheque de 100 francos con otra lista de libros, y han tenido que cobrar ya ese cheque y probablemente haber comprado los libros. En fin, ahora no estoy al corriente de las fechas. Próximamente les enviaré otro cheque de 200 francos, porque tendré que pedir los negativos de cristal para la fotografía. Este encargo ha estado bien hecho; y si quiero ganaré enseguida los 2.000 francos que me costó. Aquí todo el mundo quiere fotografiarse, incluso te ofrecen una guinea por cada fotografía. No estoy todavía bien instalado, ni al corriente, pero lo estaré enseguida y les enviaré cosas insólitas.
Les incluyo dos fotografías de mí mismo hechas por mí mismo. Aquí siempre estoy mejor que en Adén. Hay menos trabajo y más aire, vegetación, etc. He renovado mi contrato por tres años pero creo que el establecimiento cerrará pronto y los beneficios no cubrirían los gastos. En fin, hay el acuerdo de que el día que me echen me darán tres meses de indemnización. A final de año, hará tres años completos que trabajo en esta sociedad.
Isabelle se equivocaría de no casarse si se presenta alguien serio e instruido, alguien con un porvenir. La vida es así y la soledad es una mala cosa. Por mi parte, siento no haberme casado y tener una familia. Pero ahora estoy condenado a errar, atado a una empresa lejana, y día a día pierdo el recuerdo del clima y la manera de vivir e incluso la lengua de Europa. ¿Para qué sirven estas idas y venidas, estas fatigas y estas aventuras en lugares de razas extrañas, y estas lenguas que llenan la memoria, y estas penas sin nombre, si un día, después de algunos años, no puedo descansar en un lugar que me guste más o menos, y encontrar una familia, y tener por lo menos un hijo para pasar el resto de mi vida educándole según mis ideas, dotándole de la más completa instrucción que se puede dar en nuestra época, y verle convertido en un ingeniero de renombre, un hombre rico y poderoso para la ciencia? Pero ¿quién sabe cuánto puede durar mi estancia en estas montañas? Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia.
Me habla usted de nuevas políticas ¡si supiera lo poco que me importa! Hace más de dos años que no he visto un periódico. Todos esos debates me resultan ahora incomprensibles. Como los musulmanes, sé que lo que pasa, pasa, y eso es todo.
Lo único que me interesa, son las noticias de casa y soy feliz con el cuadro de vuestro trabajo pastoral. Es una pena que allí el invierno sea tan frío y lúgubre. Pero ahora están en primavera y su clima en esta época se corresponde con el clima que tengo en este momento en Harar.
Estas fotografías me representan, una, de pie en una terraza de la casa, otra, de pie en el jardín de un café. En la tercera, con los brazos cruzados en un jardín de plátanos. Se han decolorado a causa de la mala calidad del agua que tengo para lavarlas. Pero en lo sucesivo voy a mejorar mi trabajo. Esto es únicamente para que se acuerden de mi aspecto, y darles una idea del paisaje de aquí.
Adiós,
RIMBAUD

….

Harar, 4 de agosto de 1888
Maceran, Viannay, Bardey, Adén.
Mis queridos amigos,
Recibo su carta del 27 de junio. No tienen por qué extrañarse del retraso de la correspondencia; este lugar está separado de la costa por desiertos que los correos tardan ocho días en atravesar. Además, el servicio que une a Zeilah con Adén es muy irregular, el correo no sale de Adén para Europa y recibir respuesta, hay que contar por lo menos tres meses. Es imposible escribir directamente de Europa a Harar ya que más allá de Zeilah, que está bajo protección inglesa, hay un desierto habitado por tribus nómadas. Estamos en terreno montañoso, prolongación de los macizos abisinios, y la temperatura no se eleva nunca a más de 25 grados sobre cero, y no desciende jamás a menos de 5 grados sobre cero. Así que uno ni se hiela ni suda.
Actualmente estamos en época de lluvias. Es bastante triste. El gobierno es el gobierno abisinio del rey Ménélik, es decir, un gobierno negro-cristiano. A pesar de esto, estamos en paz y con relativa seguridad. En cuanto a los negocios, unas veces van bien, y otras mal. Se vive sin la esperanza de llegar a ser millonario. ¡En fin! Ya que es mi destino vivir en estos países…
Hay apenas una veintena de europeos en toda Abisinia, incluido este país. Vean sobre qué inmensos espacios están diseminados. El lugar donde más hay es Harar: alrededor de una docena. Soy el único con nacionalidad francesa. Hay también una misión católica con tres curas que educan a los negritos. Uno de ellos es de nacionalidad francesa como yo.
Me aburro tanto como siempre; nunca he conocido a nadie que se aburra como yo. ¿Acaso no es miserable esta existencia sin familia, sin ocupaciones intelectuales, perdido en medio de negros cuya suerte nos gustaría mejorar, mientras que ellos sólo buscan aprovecharse y nos impiden solucionar nuestros asuntos en un breve plazo? Obligados a hablar su chapurreo, a comer su asquerosa comida y a padecer un sinfín de problemas debidos a su pereza, a sus traiciones y a su estupidez.
Lo más triste no termina aquí sino en el miedo de que poco a poco uno pueda embrutecerse, aislados como estamos de toda sociedad inteligente.
Se importan sedas, algodones, táleros y algunos otros objetos: se exporta café, caucho, perfumes, marfil, oro que viene de muy lejos, etc. Los negocios, aunque importantes, no son suficientes para mi actividad, y se reparten entre todos los europeos perdidos en estas vastas regiones. Les saludo sinceramente. Escríbanme.
RIMBAUD


En la foto: Rimbaud, el sexto desde la izda, hacia 1880/90, con un grupo de europeos en la terraza de entrada del Hôtel de l’Univers, en Adén. Es el hotel donde vivió Rimbaud.

28 de diciembre de 2009

El perfume del zen – Ozu monogatari II


“Si solamente se pudiese filmar así, como se abren los ojos algunas veces. Sólo mirar, sin querer probar nada”
Wim Wenders

“Filmar es ir a un encuentro. Nada en lo inesperado que no sea secretamente esperado por vos”
Robert Bresson (‘Notas sobre el cinematógrafo’, Ed. Gallimard, 1975)



El viaje, el encuentro descorazonador de dos generaciones, padres e hijos, el regreso y la muerte, la partida como desconsuelo, la doble ausencia, la mirada que erosiona los sentidos y nos los devuelve resignificados, el espacio inocultado, el vacío. Sin principio ni final, la cotidiana circularidad, la cara y el revés de dos tiempos. El cine como un espacio transformador, esclarecedor. Entre esos delicados márgenes se construye ‘Tokyo monogatari’ (‘Cuentos de Tokio’, 1953, Japón), la gran obra cinematográfica de Yasujiro Ozu, y de la narrativa cinematográfica de todos los tiempos, que por estos días me regresa zen.
“El contenido deviene forma, la apariencia se transforma en esencia”, apunta Santos Zunzunegui desde las páginas de la siempre imprescindible revista ‘Nosferatu’ (Nº 11, enero 1993, Paidós). O bien, para decirlo de otra manera, en la filosofía zen la distinción entre significado y nivel expresivo es impertinente pues las cosas no tienen sentido sino forma. Más aun, para la tradición estructuralista de los análisis lingüísticos de Ferdinand de Saussure, el sentido es un problema de la forma. Esto es, los espacios en blanco, la quietud –que Ozu retrata a través de una familia de clase media o media baja japonesa de los ‘50–, que se reclama en el arte de esa tradición zen, tiene por finalidad permitir que sea el propio espectador quien los llene.
La ciudad como metáfora: como un conjunto de soledades, de afectos que se deshabitan entre tantos habitantes. La figura del tren, el viaje, el mar, el olvido. Al menos eso es lo que atraviesa el hondo relato de Ozu: un matrimonio anciano, Tomi (Chieko Higashiyama) y Shukichi Hirayama (Chishu Ryu) que viajan en tren desde su pequeño pueblo, Onomichi, al sur de Japón, donde viven en compañía de su única hija soltera, a visitar a sus hijos profesionales en Tokio. El viaje será al final una dolorosa experiencia: comprobarán cómo los afectos familiares se resquebrajan con el paso del tiempo. Visitan a sus hijos ocupados que les prefieren lejos de sus casas y sus vidas, sus nietos les demuestran indiferencia, y solo Noriko (Setsuko Hara), la nuera viuda de otro de sus hijos muerto en la guerra, les dispensará el trato afectuoso. La visita los sumirá en una desilusión: criamos a nuestros hijos con valores tan distintos o los que hoy tienen como propios. En el camino de regreso al hogar, Tomi, la madre, enfermará, ya en su casa en su pueblo su salud empeorará, hasta finalmente morir rodeada de sus hijos que llegarán llamados de urgencia.
El desenlace del funeral, la impaciencia de los hijos en el mismo, todos regresando a trabajar y seguir con sus vidas, la nuera acompañando a Shukichi antes de partir y la soledad final de éste clausuran un relato en el cual opera una compleja trama que pone mucho en juego desde su núcleo narrativo. Aquí no importa saber de escenas de inicio o final. Lo que en apariencia carece de mayores saltos narrativos, posee un transcurrir de la propia vida sumamente profundo. No hay demasiada acción pero tampoco importa eso: es que Ozu pinta sus cuadros sentado en el tiempo y no en el movimiento, en el sentido que Gilles Deleuze lo expuso al decir que “la imagen-acción desaparece en provecho de la imagen puramente visual de lo que es un personaje, y de la imagen sonora de lo que éste dice, siendo lo esencial del guión una naturaleza y una conversación absolutamente triviales”.

“¿Acaso no es decepcionante la vida?” dice alguien sobre el final de ‘Tokyo monogatari’. El contraste es notable: de los rituales comunes de una sociedad milenaria y de post-guerra a la vez, se pasa a una estruendosa urbanidad de egoísmos, de soledades, de vidas de fines materiales. Sobre esa hondura llena de pliegues y aristas, cobra vida acaso una de las obras emblemáticas del cine y del shomin-geki –género del cine nipón que trata de la vida de la de la gente del común–, y que tardíamente se conoció en occidente. Ozu decía que su cine tenía una impronta demasiado local como para poder ser comprendido en esta parte del planeta. No obstante, recién en 1972 fue el norteamericano Donald Ritchie, crítico y académico de cine, quien a través del Festival de Venecia hizo conocer la mirada de Ozu a occidente. El director japonés había muerto hacía ya nueve años.
Más aquí en el tiempo está ‘Tokyo-ga’ (1985), el filme del contradictorio Wim Wenders que me permitió aproximarme a Ozu cuando tenía 19, y tiempo después reconocer la distancia prudente que no hay que traspasar. Atsuta, el cameraman de Ozu que ubicó la cámara a 50 cm. por encima del tatami como se lo pidió el director, en el documental le enseña el trípode y el cronómetro a Wenders con los que se convertía en el dueño y señor del espacio y del tiempo. El encuentro no es de lo mejor: entre sollozos, Yuharu ruega al director que le deje solo. Tambien Ryu (el anciano de ‘Tokyo monogatari’), quien sería el actor fetiche de Ozu, le habla de la obsesión que tenía el director por la perfección al hacer continuas repeticiones de tomas que Wenders lleva sacrosantamente hasta los honores funerarios mostrando un infinito inclinarse arriba y abajo ante su solitaria tumba. Sin embargo, este filme documental revela que ciertos temores de Ozu se cumplieron.

‘Tokyo monogatari’ es una película sobre el tiempo y sus efectos: el arrollador paso que produce sobre los afectos. Hasta puede que carezca de nudos dramáticos definidos desde la ortodoxa tradición del guión, al menos para los estándares del cine occidental: es que nada extraordinario ocurre; por el contrario hay una aparente inmovilidad en cada fotograma. Sin embargo, esa mirada sobre ‘espacios muertos’ como corredores, pasillos, entradas, escaleras, concluyen por ser símbolos de nuestra pequeñez e impotencia frente al discurrir del tiempo, nuestra fugacidad de existir (González Arroyave, J., Revista Universidad de Antioquia Nº 272, 2003).
Para Ozu, el movimiento de la cámara implicaba una manipulación y hasta una intromisión sobre la realidad; de allí su decisión poética de fijar la cámara a la altura de un hombre sentado en el suelo, sobre un tatami japonés y filmar con un objetivo fijo de 50mm. Todo el accionar transcurre frente a la lente fija de la cámara. En interiores no se desplaza ni horizontal ni verticalmente, ni mucho menos hacia delante o atrás. Permanece estática mientras la acción pasa frente a ella, escenificada como en un montaje teatral. Si un personaje se desplaza y cambia de habitación, la cámara lo antecede y espera a que llegue frente a ella. Muy pocas veces hay un plano-contraplano dentro de la misma escena y cuando lo hace es para permitir la llegada de otro personaje o impedir que su entrada al campo visual impida ver lo que está ocurriendo.

Deleuze, entrevistado por Gilbert Cabasso y Fabrice Revault d’Allones para la revista ‘Cinema’ (Nº 334, 18 de Diciembre de 1985), sostiene en principio que “la narración es, en el cine, como lo imaginario: se trata de una consecuencia muy indirecta que se deriva del movimiento y del tiempo, no al revés. Lo que el cine narra es sólo aquello que le permiten narrar los movimientos y los tiempos de la imagen. Si el movimiento se regula mediante un esquema sensomotor (si presenta un personaje que reacciona ante una situación), entonces tendremos una historia. Al contrario, si el esquema sensomotor se desploma en provecho de movimientos no orientados, discordantes, entonces tendremos formas diferentes, devenires más que historias”.
Sin embargo, hay una ruptura: la guerra. Y pone el ejemplo en el neorrealismo que da cuenta de la inutilidad de los esquemas sensomotores: “los personajes ya no ‘pueden’ reaccionar ante unas situaciones que les sobrepasan, porque son demasiado horribles, o demasiado bellas, o irresolubles”. Lo que nace es tiempo puro, un poco de tiempo en estado puro, y no ya movimiento. “Esta revolución cinematográfica se estaba preparando, en otras condiciones, en Welles, y en Ozu mucho antes de la guerra. Welles produce un espesor temporal, capas distintas de tiempo que coexisten, reveladas por la profundidad de campo, en un escalonamiento propiamente temporal. Lo que tienen de cinematográfico las célebres naturalezas muertas de Ozu es que expresan el tiempo como forma inmutable en un mundo que ya ha perdido sus referencias sensomotrices”.
Hay demasiado ruido afuera, y solo basta el silencio para reconocernos, parece decirnos Ozu. La tensión entre presente y pasado, la emoción humana, la poesía, la vida en su más profunda esencia. Esclarecedor como su cine, es su legado final: en su tumba en Tokio no hay ninguna inscripción con su nombre, sólo un par de caracteres: Mu: el vacío, la nada. Lo que queda hoy, lo que somos, de lo que estamos hechos. La plenitud inesperada. O lo que Roland Barthes en ‘L’empire des signes’ (Génova, Skira, 1970) definió como el combate fundamental del zen: la lucha contra la prevaricación del sentido.


Fotografía: fotograma del film ‘Tokyo monogatari’ (東京物語, Cuentos de Tokio, Tokyo story), 1953, dirigido por Yasujiro Ozu.