El Infinito Viajar (L'infinito viaggiare), del escrito italiano Claudio Magris (Trieste, 1939), es una odisea, un viaje circular, la búsqueda de un destino, y un conjunto de crónicas de viaje reunidas y publicadas en el diario Corriere della Sera. Es todo eso, y a la vez, una obra que revisa el viaje más allá del suceso narrativo, mucho más allá del desplazamiento ontológico.
Para Magris hay dos formas, o muchas formas de entender el viaje: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes.
Cartografía del tiempo, y del espacio, las crónicas de Magris son habitadas por la búsqueda del destino de Ulises, la travesía moderna de Nietzsche y Novalis, Musil y Joyce, la antigua y nueva tradición, el desplazamiento hacia adelante, Rilke, Breton y la mirada lúcida sobre las fronteras políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, las visibles y las invisibles que el viaje permite indagar y encontrar. Al fin y al cabo, el viaje como una transición de un espacio a otro, geográfico o emocional, como el cruce de un límite, territorial o personal, el viaje como el desplazamiento hacia un nuevo estado, aunque milenario, siempre hacia un nuevo encuentro.
El infinito viajar
por Claudio Magris
“¿Adónde os dirigís?”, se pregunta en Enrique de Ofterdingen, la gran novela de Novalis. “Siempre hacia casa”, es la respuesta. El suyo es uno de los grandes libros en los que el viaje aparece cual odisea o metáfora del viaje a través de la vida. Toda odisea pone el punto interrogativo en la posibilidad de atravesar el mundo haciendo de ello una experiencia real y formando así la propia personalidad. La pregunta es si Ulises —especialmente el moderno— vuelve finalmente a casa y, a pesar de las más trágicas y absurdas peripecias, ha confirmado su identidad y encontrado o corroborado un sentido de la existencia o descubre tan sólo la posibilidad de formarse; o bien si pierde el significado de su vida y se pierde a sí mismo en el camino, disgregándose en vez de construirse el suyo.
El sujeto en la visión clásica, aún extraviado frente al vértigo de las cosas, acaba por encontrarse a sí mismo en la confrontación con ese vértigo; atravesando el mundo —viajando en el mundo— descubre su propia verdad, esa verdad que al principio es tan sólo potencial y latente en él y que traduce en realidad a través de la confrontación con el mundo. El héroe de Novalis viaja por lejanías espaciales y temporales pero para llegar a casa, para encontrarse a sí mismo a través del viaje. En El principio esperanza, Bloch dice que la Heimat, la patria, la casa natal que cada cual en su nostalgia cree ver en la infancia, se encuentra en cambio al final del viaje. Éste es circular; se parte de casa, se atraviesa el mundo y se vuelve a casa, si bien a una casa muy diferente de la que se dejó, porque ha adquirido significado gracias a la partida, a la escisión originaria. Ulises vuelve a Ítaca, pero Ítaca no sería tal si él no la hubiera abandonado para ir a la guerra de Troya, si no hubiese quebrado los vínculos entrañables e inmediatos con ella para poderla reencontrar con mayor autenticidad.
El Bildungsroman, la novela de formación que se plantea un problema central de la modernidad, es decir, que se pregunta si, y cómo, puede desarrollar el individuo su propia persona insertándose en el engranaje cada vez más complejo y “prosaico” de la sociedad, casi siempre es también —desde el Wilhelm Meister de Goethe al Enrique de Ofterdingen de Novalis— una novela de peregrinación, de viaje. Pero pronto algo, en la relación del individuo con la totalidad que lo envuelve, se agrieta; en el automóvil de la sociedad moderna viajar se trueca además en un escapar, en un violento romper límites y vínculos. El viaje no sólo descubre la precariedad del mundo, sino también la del viajero, la labilidad del Yo individual que empieza —como intuye Nietzsche con despiadada claridad— a disgregar su identidad y su unidad, a convertirse en otro hombre, “más allá del hombre” según el significado más auténtico del término Übermensch, que no indica un superhombre, un individuo tradicional más dotado que los demás, sino un nuevo estadio antropológico, más allá de la individualidad clásica.
El viaje pasa a ser entonces un camino sin retorno hacia el descubrimiento de que no hay, no puede ni debe haber un retorno. Al viaje circular, tradicional, clásico, edípico y conservador de Joyce, cuyo Ulises vuelve a casa, le releva el viaje rectilíneo, nietzscheano de los personajes de Musil, un viaje que procede siempre hacia delante, hacia un malvado infinito, como una recta que avanza titubeando en la nada. Ítaca y más allá, como reza el título de un libro que he escrito; dos modalidades existenciales, trascendentales del viajar. En la segunda el sujeto, el Yo, el viajero, se lanza siempre hacia delante; en su proceder no se lleva a sí mismo, totalmente a sí mismo, sino que todas las veces aniquila su integral identidad anterior y se desprende de sí. Lâchez tout, salir de viaje, escribía Breton en 1922 exhortando al dépaysement.
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No hay viaje sin que se crucen fronteras —políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, también las invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las existentes entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso. Traspasar las fronteras; también amarlas —por cuanto definen una realidad, una individualidad, le dan cuerpo salvándola así de lo indistinto— pero sin idolatrarlas, sin hacer de ellas ídolos que exigen sacrificios de sangre. Saberlas flexibles, provisionales y perecederas como un cuerpo humano, y por ello dignas de ser amadas; mortales en el sentido de que, al igual que los viajeros, están sujetas a la muerte, y no ocasión y causa de muerte como lo han sido y lo son tantas veces.
Viajar no quiere decir solamente ir al otro lado de la frontera, sino también descubrir que siempre se está en el otro lado. En Verde agua Marisa Madieri, recorriendo la historia del éxodo de los italianos de Fiume después de la Segunda Guerra Mundial en el momento de la revancha eslava que les obliga a huir, descubre los orígenes en parte eslavos de su familia, en aquel entonces vejada por los eslavos por ser italiana; esto es, descubre pertenecer al mundo por el que se sentía amenazada, y que es, al menos parcialmente, también el suyo.
Cuando yo era niño e iba a pasear por el Carso, en Trieste, la frontera que veía tan cerca era infranqueable —al menos hasta la ruptura entre Tito y Stalin y la normalización de las relaciones entre Italia y Yugoslavia— porque era el Telón de Acero que dividía el mundo en dos. Detrás de esa frontera estaban lo desconocido y lo conocido. Lo desconocido porque allí comenzaba el inaccesible, ignoto, misterioso imperio de Stalin, el mundo del Este, tan a menudo ignorado, temido y despreciado. Lo conocido porque aquellas tierras, anexionadas por Yugoslavia al final de la guerra, habían formado parte de Italia. Yo había ido allí varias veces, formaban parte de mi existencia. Una misma realidad era a la vez misteriosa y familiar. Cuando regresé por primera vez, fue simultáneamente un viaje a lo conocido y a lo desconocido. Cada viaje implica más o menos una experiencia similar: alguien o algo que parecía estar cerca y ser bien conocido se revela extranjero e indescifrable, o bien un individuo, un paisaje, una cultura que considerábamos diferentes y ajenos se muestran afines y emparentados con nosotros. A las gentes de una orilla las de la orilla opuesta a menudo les parecen bárbaras, peligrosas y llenas de prejuicios hacia ellas. Pero si nos ponemos a ir de acá para allá en un puente, mezclándonos con las personas que transitan por él y pasando de una orilla a otra hasta no saber bien de qué parte o en qué país estamos, reencontramos la benevolencia hacia nosotros mismos y el placer del mundo. “¿Dónde está la frontera?”, pregunta Saramago en el confín entre España y Portugal a los peces que, en el mismo río, según se deslicen por una orilla u otra nadan ora en el Duero, ora en el Douro.
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Llamada de lo conocido o de lo desconocido? La salida de don Quijote querría ser el descubrimiento, la verificación y la confirmación de lo que se sabe, de la verdad leída en los libros de caballerías, de las leyes inmutables del amor y la lealtad, de la belleza de Dulcinea y la fuerza de los gigantes. También los judíos orientales que salen del gueto o del shtetl, de su aldea mísera pero familiar y regulada por el Libro, se aventuran hacia Occidente, entran en la Historia, creyendo encontrar siempre un mundo regido por las tablas de la Ley y, aún más, interpretando cada cosa, incluso la más desconcertante y antitética respecto a su visión, según los parámetros de la ley.
“Pero a campo raso llueve y nieva. Nieva historia”, como dice Yakov Bok, el mísero correveidile en busca de fortuna, en El hombre de Kiev de Malamud. Don Quijote de la Mancha y el judío-oriental se encuentran cara a cara con lo ignoto, con la violencia, la brutalidad y la vulgaridad de una realidad para ellos desconocida y que intentan no admitir; pero precisamente su amorosa fidelidad a un orden conocido les obliga a percibir con mayor agudeza el desorden del mundo en que se aventuran. El viajero es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque para conmensurarlo usa un metro que desvela su fragilidad, su provisionalidad, su ambigüedad y su miseria. Como bien sabía Kafka, sin el sentido profundo de la ley no puede descubrirse su vertiginosa ausencia en la vida. Al salir de la cueva de Montesinos, don Quijote cuenta todas las maravillas y los encantamientos que ha visto, pero cuando Sancho le objeta que a su entender no son sino despropósitos, el hidalgo le responde: “Todo pudiera ser”.
Utopía y desencanto. Muchas cosas se vienen abajo, cuando se viaja; certidumbres, valores, sentimientos, expectativas que se van perdiendo por el camino —el camino es un maestro duro, pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared.
La realidad, tan a menudo impenetrable, de pronto cede, se cuartea; el viajero, dice Cees Nooteboom, siente “las corrientes de aire que se filtran por las fisuras del edificio causal”. Lo real se revela probabilista, indeterminista, sujeto a repentinos colapsos cuánticos que hacen desaparecer algunos de sus elementos, engullidos, absorbidos en vórtices del espacio-tiempo, remolinos de la mortalidad de todas las cosas, pero también del imprevisible brote de nueva vida.
Viajar es una experiencia musiliana, confiada al sentido de las posibilidades más que al principio de realidad. Se descubren, como en unas excavaciones arqueológicas, otros estratos de lo real, las posibilidades concretas que no se han realizado materialmente pero existían y sobreviven en jirones olvidados por la carrera del tiempo, en brechas todavía abiertas, en estados fluctuantes aún. Viajar significa echar cuentas con la realidad pero también con sus alternativas, con sus vacíos; con la Historia y con otra historia u otras historias impedidas y destituidas por ella, mas no canceladas del todo.
Desde la Odisea, viaje y literatura aparecen estrechamente unidos; una análoga exploración, deconstrucción e identificación del mundo y del yo. La escritura sigue con la mudanza, empaqueta y deshace, arregla, desplaza vacíos y bultos, descubre —¿inventa?, ¿encuentra?— elementos que se le escapan al inventario e incluso a la percepción real, como si los pusiera bajo una lupa. También mi viajero danubiano habla de fisuras cortantes como cuchillas abiertas en los bastidores del teatro cotidiano, a través de las cuales espera que se filtre cuando menos un soplo o una pequeña corriente de la vida verdadera, celada por el biombo de lo real. Trascendencia de todo viajar que también cala en la carne, en el polvo, en la inmediatez del ahora que se cierne sobre nosotros y desbarata siempre, poco o mucho, las esperas. Basta cruzar la calle o el descansillo para desmentir la orgullosa garantía asegurada años atrás por el Spiegel de una sección titulada “Bestseller Service”, que prometía hablar sólo de libros de éxito de los que todos hablaban y se esperaba que se hablase: “Las sorpresas quedan excluidas”.
Vivir, viajar, escribir. Acaso hoy la narrativa más auténtica sea la que cuenta no a través de la invención y la ficción puras, sino a través de la toma directa de los hechos, de las cosas, de esas transformaciones locas y vertiginosas que, como dice Kapuscinki, impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él, permitiendo capturar, como el reportero en la barahúnda de la batalla, sólo algunos fragmentos. Por lo demás, él mismo crea una literatura vitalísima zambulléndose en la realidad, plasmándola con rigurosa precisión, aferrando como un perro de caza sus detalles reveladores aún más huidizos y componiéndolo todo en un cuadro, fiel y a la vez reinventado, que es el retrato del mundo y del viaje a través del mundo. Quizá el viaje sea la expresión por excelencia de esa literatura, de esa narrativa non fiction teorizada por Truman Capote.
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Viajar es inmoral, decía Weininger viajando; es cruel, recalca Canetti. Inmoral es la vanidad de la fuga, nota con acierto Horacio cuando invita a no intentar eludir los dolores y los afanes espoleando al caballo, porque la negra angustia, dice su verso, va sentada en la grupa detrás del jinete que espera hacerle perder el rastro de su caballo. El yo fuerte, según el filósofo vienés abatido pronto por la convivencia con lo absoluto, debe quedarse en casa, encararse con la angustia y la desesperación sin que le distraigan o aturdan, no apartar la mirada de la realidad y la pelea; la metafísica es residente, no busca evasiones ni vacaciones. Quizá, alguna vez, el yo se quede en casa y el que viaja sea su semblante, un simulacro semejante al de Helena que, según una de las versiones del mito, había seguido a Paris hasta Troya mientras la verdadera Helena se quedaba en otro lugar, Egipto, durante los largos años de la guerra.
Weininger denunciaba en el viaje la tentación de la irresponsabilidad, quien viaja es espectador, no está implicado a fondo en la realidad que atraviesa, no es culpable de las fealdades, las infamias y las tragedias del país en el que se adentra. No ha hecho él esas leyes inicuas y no tiene que reprocharse no haberlas combatido; si el techo que le ampara una noche cae sobre él y no tiene la desgracia de quedar bajo los escombros, no ha de hacer otra cosa sino coger su maleta e ir un poco más lejos. De viaje estamos bien porque, aparte de alguna malandanza, un terremoto o un desastre aéreo, verdaderamente no puede sucedernos nada: no ponemos en juego nuestra vida.
El viaje es también un benévolo aburrimiento, una protectora insignificancia. La aventura más arriesgada, difícil y seductora se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos. La casa no es un idilio; es el espacio de la existencia concreta y por tanto expuesta al conflicto, al malentendido, al error, al avasallamiento y a la hosquedad, al naufragio. Por eso es el lugar central de la vida, con su bien y su mal; el lugar de la pasión más fuerte, a veces devastadora —por la compañera o el compañero de nuestros días, por los hijos— y que nos cala sin miramientos. Recorrer el mundo también significa descansar de la intensidad doméstica, apaciguarse en placenteras pausas de holganza, abandonarse pasivamente —inmoralmente, según Weininger— al fluir de las cosas.
Hay otra inmoralidad del viaje, la actitud de cerrarse ante la diversidad del mundo. El viajero mitteleuropeo es con facilidad un Ulises en batín, como ha escrito Giorgio Bergamini; alguien que querría navegar entre una butaca y una biblioteca, en el azul oceánico del atlas más que en el de las olas; alguien para quien el infinito es el signo matemático del infinito. Quien viaja sobre el papel se desacostumbra imperceptiblemente a la vida y vuelca sus pasiones sobre el gráfico de la vida, sobre las curvas estadísticas de sus fenómenos; pasa a ser un hombre sin atributos para el que, escribe Musil, la verdura enlatada se convierte en el sentido verdadero de la verdura fresca.
También cuando viaja en el mundo, el viajero mantiene tal tendencia a abrocharse bien el abrigo y subirse la solapa, cual si interpusiera una defensa entre él y las cosas. Por suerte a los viajeros danubianos les gusta el mar y, como los de mi Danubio, quizá atraviesen bajo pesados cielos las grandes llanuras de Mitteleuropa, más que nada para llegar al mar. Y a la orilla del mar “inexplicable”, como lo llamaba Camões, es donde se encuentra el dilatado aliento de la vida que nos abre a las grandes preguntas sobre el destino y al sentido del bien y el mal; el mar induce a confrontar la ambigüedad, invita a desafiarla —en el mar inmortal, escribe Conrad, se conquista el perdón de nuestras almas pecadoras. En el mar nos desnudamos, nos despojamos de las asfixiantes defensas, nos abrimos a cuanto tenemos delante. Y en ello puede ir la salvación del viajero, que, aun en el empedrado de las ciudades o en las montañas, se siente en la cabeceante toldilla de un barco embestido por altas olas, arca precaria o salvadora.
Crueldad del viaje, advierte Canetti: el viajero mira al mundo con curiosidad y de alguna manera es propenso a aceptar lo que ve, el mal y la injusticia inclusive, tendiendo a conocerlos y comprenderlos más que a combatirlos y rechazarlos. El viaje en los países totalitarios, por ejemplo, siempre es un poco culpable, una complicidad o al menos una neutralidad de hecho respecto a las violencias y las infamias celadas tras los pueblos Potemkin que se atraviesan y donde se encuentra hospitalidad. Y pese a ello poco a poco el viajero descubre, se ve obligado a descubrir la fraternidad y el destino común del mundo, a sentir que el mundo entero es su casa y que sólo este sentimiento hace que sea verdadero su amor por la casa que ha dejado atrás en su país, que de otro modo sería un hórrido y regresivo fetichismo.
Como para el vagabundo gaznápiro de Eichendorff, amor por las lejanías y amor por el hogar coinciden, porque en ese hogar se quiere también al vasto mundo desconocido y en este último se aprecia, aun en las más variadas formas, la intimidad del hogar. Dante decía que bebiendo el agua del Amo había aprendido a querer con fuerza a Florencia, pero que para nosotros la patria es el mundo como para los peces el mar: cada una de las dos aguas, por sí sola, es insuficiente y está contaminada. Viajar enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente hermanos. Por eso la meta del viaje son los hombres; no se va a España o a Alemania, sino entre los españoles o entre los alemanes. “Lea literatura de viajes”, le decía a un teólogo Kant, que tampoco quería moverse de Königsberg.
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A veces los lugares hablan, otras callan, tienen sus epifanías y sus hermetismos. Como cualquier otro, el encuentro con los lugares —y con quien vive en ellos— es aventurado, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan hasta al viajero más distraído e ignaro con la evidencia misma de su aparición y de la vida que en ellos bulle. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen sólo a quienes los recorren conociendo lo sucedido entre aquellos árboles o en aquellas calles: la habitación donde murió Kafka, en Kierling, dice tantas cosas, pero sólo a quien sabe que entre aquellas paredes Kafka vivió sus últimas horas y mira hasta las grietas de las paredes bajo esta luz. Otros lugares se cierran en un opaco silencio y el encuentro fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la esterilidad. Y esto sucede porque el viajero —por ignorancia, soberbia o acedia— no encuentra la llave para entrar en aquel mundo, el vocabulario y la gramática para comprender aquella lengua y descifrar aquella cultura. El status viatoris que el pensamiento religioso atribuye al hombre implica también esta fragilidad, esta alternancia de gloria y caída, la capacidad de salvación unida a la exposición y al jaque mate y a la culpa.
Hay lugares que fascinan porque parecen radicalmente diferentes y otros que encantan porque, ya la primera vez, resultan familiares, casi un lugar natal. Conocer es a menudo, platónicamente, reconocer, es el brote de algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido como propio. Para ver un lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo familiar, continuamente redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del encuentro, la seducción y la aventura; la vigésima o centésima vez que se habla con un amigo o se hace el amor con una persona amada son infinitamente más intensas que la primera. Esto vale también para los lugares; el viaje más fascinador es un regreso, una odisea, y los lugares del recorrido acostumbrado, los microcosmos cotidianos atravesados durante años y años, son un desafío ulisiano. “¿Por qué cabalgáis por estas tierras?”, pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. “Para regresar”, responde el segundo.