28 de diciembre de 2009

El perfume del zen – Ozu monogatari II


“Si solamente se pudiese filmar así, como se abren los ojos algunas veces. Sólo mirar, sin querer probar nada”
Wim Wenders

“Filmar es ir a un encuentro. Nada en lo inesperado que no sea secretamente esperado por vos”
Robert Bresson (‘Notas sobre el cinematógrafo’, Ed. Gallimard, 1975)



El viaje, el encuentro descorazonador de dos generaciones, padres e hijos, el regreso y la muerte, la partida como desconsuelo, la doble ausencia, la mirada que erosiona los sentidos y nos los devuelve resignificados, el espacio inocultado, el vacío. Sin principio ni final, la cotidiana circularidad, la cara y el revés de dos tiempos. El cine como un espacio transformador, esclarecedor. Entre esos delicados márgenes se construye ‘Tokyo monogatari’ (‘Cuentos de Tokio’, 1953, Japón), la gran obra cinematográfica de Yasujiro Ozu, y de la narrativa cinematográfica de todos los tiempos, que por estos días me regresa zen.
“El contenido deviene forma, la apariencia se transforma en esencia”, apunta Santos Zunzunegui desde las páginas de la siempre imprescindible revista ‘Nosferatu’ (Nº 11, enero 1993, Paidós). O bien, para decirlo de otra manera, en la filosofía zen la distinción entre significado y nivel expresivo es impertinente pues las cosas no tienen sentido sino forma. Más aun, para la tradición estructuralista de los análisis lingüísticos de Ferdinand de Saussure, el sentido es un problema de la forma. Esto es, los espacios en blanco, la quietud –que Ozu retrata a través de una familia de clase media o media baja japonesa de los ‘50–, que se reclama en el arte de esa tradición zen, tiene por finalidad permitir que sea el propio espectador quien los llene.
La ciudad como metáfora: como un conjunto de soledades, de afectos que se deshabitan entre tantos habitantes. La figura del tren, el viaje, el mar, el olvido. Al menos eso es lo que atraviesa el hondo relato de Ozu: un matrimonio anciano, Tomi (Chieko Higashiyama) y Shukichi Hirayama (Chishu Ryu) que viajan en tren desde su pequeño pueblo, Onomichi, al sur de Japón, donde viven en compañía de su única hija soltera, a visitar a sus hijos profesionales en Tokio. El viaje será al final una dolorosa experiencia: comprobarán cómo los afectos familiares se resquebrajan con el paso del tiempo. Visitan a sus hijos ocupados que les prefieren lejos de sus casas y sus vidas, sus nietos les demuestran indiferencia, y solo Noriko (Setsuko Hara), la nuera viuda de otro de sus hijos muerto en la guerra, les dispensará el trato afectuoso. La visita los sumirá en una desilusión: criamos a nuestros hijos con valores tan distintos o los que hoy tienen como propios. En el camino de regreso al hogar, Tomi, la madre, enfermará, ya en su casa en su pueblo su salud empeorará, hasta finalmente morir rodeada de sus hijos que llegarán llamados de urgencia.
El desenlace del funeral, la impaciencia de los hijos en el mismo, todos regresando a trabajar y seguir con sus vidas, la nuera acompañando a Shukichi antes de partir y la soledad final de éste clausuran un relato en el cual opera una compleja trama que pone mucho en juego desde su núcleo narrativo. Aquí no importa saber de escenas de inicio o final. Lo que en apariencia carece de mayores saltos narrativos, posee un transcurrir de la propia vida sumamente profundo. No hay demasiada acción pero tampoco importa eso: es que Ozu pinta sus cuadros sentado en el tiempo y no en el movimiento, en el sentido que Gilles Deleuze lo expuso al decir que “la imagen-acción desaparece en provecho de la imagen puramente visual de lo que es un personaje, y de la imagen sonora de lo que éste dice, siendo lo esencial del guión una naturaleza y una conversación absolutamente triviales”.

“¿Acaso no es decepcionante la vida?” dice alguien sobre el final de ‘Tokyo monogatari’. El contraste es notable: de los rituales comunes de una sociedad milenaria y de post-guerra a la vez, se pasa a una estruendosa urbanidad de egoísmos, de soledades, de vidas de fines materiales. Sobre esa hondura llena de pliegues y aristas, cobra vida acaso una de las obras emblemáticas del cine y del shomin-geki –género del cine nipón que trata de la vida de la de la gente del común–, y que tardíamente se conoció en occidente. Ozu decía que su cine tenía una impronta demasiado local como para poder ser comprendido en esta parte del planeta. No obstante, recién en 1972 fue el norteamericano Donald Ritchie, crítico y académico de cine, quien a través del Festival de Venecia hizo conocer la mirada de Ozu a occidente. El director japonés había muerto hacía ya nueve años.
Más aquí en el tiempo está ‘Tokyo-ga’ (1985), el filme del contradictorio Wim Wenders que me permitió aproximarme a Ozu cuando tenía 19, y tiempo después reconocer la distancia prudente que no hay que traspasar. Atsuta, el cameraman de Ozu que ubicó la cámara a 50 cm. por encima del tatami como se lo pidió el director, en el documental le enseña el trípode y el cronómetro a Wenders con los que se convertía en el dueño y señor del espacio y del tiempo. El encuentro no es de lo mejor: entre sollozos, Yuharu ruega al director que le deje solo. Tambien Ryu (el anciano de ‘Tokyo monogatari’), quien sería el actor fetiche de Ozu, le habla de la obsesión que tenía el director por la perfección al hacer continuas repeticiones de tomas que Wenders lleva sacrosantamente hasta los honores funerarios mostrando un infinito inclinarse arriba y abajo ante su solitaria tumba. Sin embargo, este filme documental revela que ciertos temores de Ozu se cumplieron.

‘Tokyo monogatari’ es una película sobre el tiempo y sus efectos: el arrollador paso que produce sobre los afectos. Hasta puede que carezca de nudos dramáticos definidos desde la ortodoxa tradición del guión, al menos para los estándares del cine occidental: es que nada extraordinario ocurre; por el contrario hay una aparente inmovilidad en cada fotograma. Sin embargo, esa mirada sobre ‘espacios muertos’ como corredores, pasillos, entradas, escaleras, concluyen por ser símbolos de nuestra pequeñez e impotencia frente al discurrir del tiempo, nuestra fugacidad de existir (González Arroyave, J., Revista Universidad de Antioquia Nº 272, 2003).
Para Ozu, el movimiento de la cámara implicaba una manipulación y hasta una intromisión sobre la realidad; de allí su decisión poética de fijar la cámara a la altura de un hombre sentado en el suelo, sobre un tatami japonés y filmar con un objetivo fijo de 50mm. Todo el accionar transcurre frente a la lente fija de la cámara. En interiores no se desplaza ni horizontal ni verticalmente, ni mucho menos hacia delante o atrás. Permanece estática mientras la acción pasa frente a ella, escenificada como en un montaje teatral. Si un personaje se desplaza y cambia de habitación, la cámara lo antecede y espera a que llegue frente a ella. Muy pocas veces hay un plano-contraplano dentro de la misma escena y cuando lo hace es para permitir la llegada de otro personaje o impedir que su entrada al campo visual impida ver lo que está ocurriendo.

Deleuze, entrevistado por Gilbert Cabasso y Fabrice Revault d’Allones para la revista ‘Cinema’ (Nº 334, 18 de Diciembre de 1985), sostiene en principio que “la narración es, en el cine, como lo imaginario: se trata de una consecuencia muy indirecta que se deriva del movimiento y del tiempo, no al revés. Lo que el cine narra es sólo aquello que le permiten narrar los movimientos y los tiempos de la imagen. Si el movimiento se regula mediante un esquema sensomotor (si presenta un personaje que reacciona ante una situación), entonces tendremos una historia. Al contrario, si el esquema sensomotor se desploma en provecho de movimientos no orientados, discordantes, entonces tendremos formas diferentes, devenires más que historias”.
Sin embargo, hay una ruptura: la guerra. Y pone el ejemplo en el neorrealismo que da cuenta de la inutilidad de los esquemas sensomotores: “los personajes ya no ‘pueden’ reaccionar ante unas situaciones que les sobrepasan, porque son demasiado horribles, o demasiado bellas, o irresolubles”. Lo que nace es tiempo puro, un poco de tiempo en estado puro, y no ya movimiento. “Esta revolución cinematográfica se estaba preparando, en otras condiciones, en Welles, y en Ozu mucho antes de la guerra. Welles produce un espesor temporal, capas distintas de tiempo que coexisten, reveladas por la profundidad de campo, en un escalonamiento propiamente temporal. Lo que tienen de cinematográfico las célebres naturalezas muertas de Ozu es que expresan el tiempo como forma inmutable en un mundo que ya ha perdido sus referencias sensomotrices”.
Hay demasiado ruido afuera, y solo basta el silencio para reconocernos, parece decirnos Ozu. La tensión entre presente y pasado, la emoción humana, la poesía, la vida en su más profunda esencia. Esclarecedor como su cine, es su legado final: en su tumba en Tokio no hay ninguna inscripción con su nombre, sólo un par de caracteres: Mu: el vacío, la nada. Lo que queda hoy, lo que somos, de lo que estamos hechos. La plenitud inesperada. O lo que Roland Barthes en ‘L’empire des signes’ (Génova, Skira, 1970) definió como el combate fundamental del zen: la lucha contra la prevaricación del sentido.


Fotografía: fotograma del film ‘Tokyo monogatari’ (東京物語, Cuentos de Tokio, Tokyo story), 1953, dirigido por Yasujiro Ozu.