4 de noviembre de 2008

Relámpagos


No hubo promesas, nunca las hicimos, me dijo entre un resuello de guitarras incandescentes que emergían escaleras arriba. Abajo, la puerta entreabierta del bar dejó pasar una marea de cuerpos desbocados, lánguidos, excitados, pegados a remeras y vestidos. Subieron los escalones y pasaron por el descanso en el que estábamos sin romper el silencio que nos atravesaba por dentro. Veníamos deshidratados de estallar tantas noches de diciembre, apenas sostenidos por los afectos frágiles, transitorios; y por los excesos que las noches húmedas cubrían de vértigo.
¿Recordábamos acaso lo que nos habíamos dicho antes de partir? ¿Aún podíamos recordar que las promesas eran apenas un jodido catálogo de vacías certezas que asolaban como grietas en un barranco que no dejaban más opciones que quedarse allí o saltar?.
Una cierta ingravidez era parte de la batalla que sentía difícil de dar contra mí mismo desde que abría los ojos en las mañanas hasta que me dejaba caer en esa pequeña cama maltrecha del cuarto que daba a la plaza y al que me había mudado desde que ella había partido hacía un tiempo ya. Había una hoguera que una parte mía alentaba y hacía crecer crepitando brasas a las entrañas a cada segundo, quemándome hasta los huesos. El invierno había pasado, no sin dejar llagas y ardores como si fuese la más cruel aguaviva vengándose de los veraneantes que no éramos. Esa primavera de aromas de tilos, noches apenas quebrantadas por ecos cada vez más lejanos de ella, y esas crónicas que redactaba por encargo para el diario desde que la tarde caía, cicatrizaban la ausencia. Quería partir de su piel, no volver a habitarla.
El tiempo obraba misteriosamente, y el olvido, como su aliado, se ocupaba de adormecer emociones como si se tratase de una cura chamánica, o de un veneno que letalmente actúa en su acto mortal.
El verano se metió en nosotros arreciando como un infierno, desde que Dan murió luego de aquel diagnóstico que nunca quisimos escuchar, o admitir, pero que, contra una verdad irrefutable, debimos sentir subiéndonos por la médula, metiéndosenos endiablado por los poros, resignados y furiosos. El estupor nos abatió esa mañana que un médico le dio el resultado positivo. Miguel había desaparecido hacía unos años. No puedo dejar de pensar porque nos quedamos de este lado y Migue no sé dónde. La muerte nos asolaba de modos perversos.
No espero que me entiendas, ni que te apiades, ni que llores conmigo. No espero que me consueles, ni que digas que me querés aún. No busco que tomés mi mano, que me abraces ni que me lleves a tu cama. Es solo que nunca he terminado de acostumbrarme ni siquiera comprender el sopor que dejan las caídas que te estrellan contra esa extinción que te pone de cara al vacío y luego no hay nada más que un silencio mortecino que se acaba tan pronto como alguien abre una puerta para dejar entrar el murmullo del otro lado del camino. Desde ese jueves, entendí que no había nada para decir cuando la muerte llega cerca, esperada, o negada. Podíamos no comprenderla. Sería parte de nuestro duelo. Pero lo que nunca acabamos por entender fue la desaparición, la decisión homicida, el cuerpo ausente. Miguel ya no estaba.
No podés acordarte acaso de lo que prometés o dejás de prometer, me volvió a decir. ¿Me hablaba de promesas? ¿Me hablaba de haberes y deberes incumplidos cuando por dentro las llamas me subían desde los talones hasta expandirse a cada porción de mi cuerpo desvaneciendo las fuerzas con la que intentaba alentar la marcha mis pasos?.
Estábamos en el bar de 47 y Maite nos había hablado de su última noche de ácidos, que jamás les volvería a probar después de pasar aquella semana con el Turco, dijo, y yo me volví hacia la ventana de la persiana púrpura por donde el murmullo incesante de los autos crecía bajo las luces de la calle. Ruidos estrepitosos, amorales, centelleantes, excitados. Voces que subían por las escaleras de mármol y hierro fundiéndose hacia nosotros. Detrás nuestro, a ambos lados, el sitio se abría a la marea de cuerpos que iban de la barra en dirección del escenario o a los baños o a los balcones o en busca de la salida o hacia el vestíbulo donde habíamos perdido a Luz, Demian y Gastón, dando vueltas por esa gran casa con aires de orgullos del treinta. Cuántas esperanzas y tantas mil hijoputadas habrían pasado por entre sus paredes. Eso ya no importaba.
La Plata era nuestro territorio y en ella nos sentíamos brillar como brilla la enloquecida gente que estalla como relámpagos en las noches cerradas antes de las tormentas y a los segundos les ves difuminarse ante tus ojos. Pero esa finitud era una trampa. Estábamos bailando sobre la vida sin saber que la vida nos estaba impiadosa devorando como león a su presa. Y esos destellos éramos nosotros en la noche de esos noventa.
En dos semanas y media nos habíamos detenido apenas un par de días en una quinta en City Bell. Los aprendices de lobos marchábamos de la barra del Tinto a Go-go al baño de El Bar y a la trastienda de El Estudio, llevados por las canciones de Mister América, Las Canoplas, las fiestas del Sporting y los deseos de trasponer todo cuanto tuviésemos enfrente. Los Gorriones tocaban entre aquellas paredes brumosas sin sombras. ‘Cachavacha’ se abría furiosa, excitante. “Agujero y culebra, arroz y pescado”; ese principio conseguía ponerte a mil. Y esa noche no fue la excepción. Todos estábamos en medio de un viaje.
Sol llevaba un vestido rojo, dos libros de Capote, sus brillantes destellos azules y el andar color misterio. Balbuceó, su voz llegó pendulante, preguntó algo, por sus tetas o su vestido o algo así. Me preguntó si le estaba escuchando todo aquello de prometer, y verdaderamente no sé qué más. Las cervezas, la merca, el tequila, las noches se escurrieron como todas esas pletóricas parrafadas de verdades y mentiras que nada decían sobre nuestras vidas desde que el verano nos había quemado el alma de tanto prometer lo que nunca cumpliríamos.
Allí estaba Mai luego de una larga tarde de despedida, de separación, de distancias a tomar, de partidas que solo le queríamos borrar y regrabar. Hay dolores que lastiman que arden como una quemazón insondable que navega por las entrañas y se te mete en las venas, en tu ventrículo, en tu corazón y se corre a tus brazos y a tu cabeza y en millonésimas de segundos te quema las tripas, las piernas, los huesos. Los tequilas nos volvieron en sí pero ya no hubo palabras. No supe que decir. Creía cobijar alguna lumbre de esperanza, aunque sea sórdida, tras un naufragio en medio de un océano sin orillas ni rescates a la vista, pero aquella noche quemaba tórrido el desamparo, y las ausencias. La banda hacía arder la esquina del Tinto, mientras las noches y los trips hacían estragos en nosotros.


Peligrosos Gorriones, “cachavacha”: http://www.goear.com/listen.php?v=792a2fc
Suárez, “el imán”:
http://www.goear.com/listen.php?v=8e7fc01
Peligrosos Gorriones, “me extingo”:
http://www.goear.com/listen.php?v=ded3f7c
Babasónicos, “sol naranja”:
http://www.goear.com/listen.php?v=a67a2f3

Fotografía: McGinley, untitled. 2004