Lúcido intérprete de nuestros tiempos, el francés Gilles Lipovetsky (1944), presenta por estos días en las librerías europeas un nuevo volumen que repasa la trayectoria del sociólogo y ensayista que más agudamente ha reflexionado sobre la sociedad post-moderna. 'La sociedad de la decepción' es la más reciente obra de Lipovetsky donde, se promete, no habrá interpretación moralizante o metafísica de esta era de la decepción, sino una agudeza pascaliana para distinguir cuáles son sus competencias, sus ambivalencias y también sus imprevistos. Con traducción de Antonio-Prometeo Moya y edición de Anagrama, el libro recoge una extensa como reveladora conversación de Lipovetsky con Bertrand Richard, y que se divide en tres partes: ‘La espiral de la decepción', ‘Consagración y desencanto democráticos' y ‘La esperanza recuperada'.
Hay dos caras de esta despiadada modernidad, una decepcionante y otra lúdica, una desesperante y otra frívola. Por allí parece transitar Lipovetsky, quien expone por primera vez un ideario moral que permite conocer su posición frente a los problemas actuales y comprender en profundidad las distintas perspectivas presentes en los análisis de ‘La felicidad paradójica’. “El momento actual se caracteriza por la desmitificación del futuro” –piensa Gilles–. “Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia”. ¿Alguien recuerda qué vaticinaba Tocqueville acerca de la democracia?. La democracia solo garantiza –a veces– la libertad del individuo, no es la promesa de la felicidad del ciudadano. El imperio del consumo que el capitalismo insufla como modo de vida fue cambiando la lógica de la supervivencia de la especie humana. El derecho a desear es el derecho a quedar satisfecho. Pero allí no radica la felicidad.
Un fragmento de “La espiral de la decepción”
- Gilles Lipovetsky, a juzgar por la acogida de sus obras y a pesar del título de la primera, La era del vacío, parece que lo que domina en usted es el optimismo. Incluso se le ha reprochado que no se interese por los problemas de la vida social actual. Sin embargo, en sus dos últimos libros, Los tiempos hipermodernos y La felicidad paradójica, hay un pesimismo latente, como si le inquietase por dónde va el mundo. ¿Qué piensa usted?
- Quizá sea útil recordar el contexto intelectual en que escribí La era del vacío. A fines de los años setenta y principios de los ochenta, el marxismo estaba en el centro de la palestra intelectual. Los problemas de la «falsa conciencia», la alienación y la manipulación estaban a la orden del día. Siguiendo a otros investigadores o coincidiendo con ellos (Louis Dumont, Claude Lefort, François Furet, Marcel Gauchet, Luc Ferry, Alain Renaut), estas recetas me resultaban cada vez más inútiles para comprender el funcionamiento de las sociedades desarrolladas. La relectura de Tocqueville desempeñó aquí un papel crucial, puesto que permitía analizar la sociedad democrática e individualista como algo más que un epifenómeno sin consistencia o la expresión pura de la economía capitalista. Así, siguiendo este camino, me dediqué a descifrar la nueva configuración de las sociedades democráticas, transformadas en profundidad por lo que llamé «segunda revolución democrática».
- Eso iba contra los análisis de Foucault, pero también contra los de los situacionistas, que insistían en la programación tentacular de los cuerpos y las almas.
- Totalmente. Allí donde estos autores y muchos otros denunciaban, bajo las imposturas de la democracia liberal, el control totalitario de la existencia, yo destacaba el nuevo lugar del individuo-agente, la fuerza autonomizadora subjetiva impulsada por la segunda modernidad, la del consumo, el ocio, el bienestar de masas. Ya no era apropiado interpretar nuestra sociedad como una máquina de disciplina, de control y de condicionamiento generalizado, mientras la vida privada y pública parecía más libre, más abierta, más estructurada por las opciones y juicios individuales. Contra las escuelas de la sospecha, quise destacar el proceso de liberación del individuo, en relación con las imposiciones colectivas, que se concretaba en la liberación sexual, la emancipación de las costumbres, la ruptura del compromiso ideológico, la vida «a la carta». El hedonismo de la sociedad de consumo había sacudido los cimientos del orden autoritario, disciplinario y moralista: La era del vacío proponía un esquema interpretativo de esta «corriente de aire fresco», de esta «descrispación» -término giscardiano-, que se observaba en las formas de vida, en la educación, en los papeles sexuales, en la relación con la política. De ahí la impresión de optimismo que produjo este primer libro, y los que le siguieron.