2 de mayo de 2008

Las cornisas de Sophie I


VIERNES. El principio/fin de la madrugada.

Son misteriosas, laberínticas, las formas que vamos tomando con el correr de los días, de las semanas y los meses. Es como el murmullo de la ciudad que crece con la luz del día, se mete por el balcón, atraviesa nuestra ropa, camina sobre nuestra comida, samplea con nuestras canciones y se marcha con la noche. Nunca es el mismo. La absurda normalidad no es lo que nos pasa seguramente. Espero que nunca me pase en realidad. Bueno, hay que confesarlo: ¿nunca tuviste el deseo, muy fuertemente adentro, de ser un tipo normal? ¿eso de llevar una vida normal? Lo he deseado tanto alguna vez. Sentarme en una banca de parque, y lo único que veía en el horizonte eran hombres y mujeres con pequeños hijos e hijas de todas las edades y formas posibles e inimaginables, mientras una de mis vidas iba en picada como un avión con destino de tragedia.
Y ocurrió. Se hizo añicos ese avión y ninguno alcanzó ni siquiera a saber dónde estaban los paracaídas. Quedamos esparcidos. Pedazos de mi cuerpo por todos lados, que iba encontrando con el paso de las semanas, de los meses. ¿Has caminado alguna vez entre tus restos?, digo, entre lo que queda de vos después de volar. Olor a carne quemada, ardida, desgarrada, destruida, quiero decir. Es que me estoy preguntando cómo es que salimos de esos años niños de treparse a los paraísos, de ir a los circos, emprender caminatas río arriba, andar salvajemente en bici sin rumbo alguno, y enloquecer con esos pueblerinos parques de diversiones que llegaban al barrio donde viví de chico. Y cómo es que nos metimos en estos caminos donde las señales viales son mentirosas, donde no las hay, donde el camino no se ve, que no advierten de cornisas ni zigzag, y donde los bancos de niebla cada tanto se meten en tus asuntos.
Entendámoslo así. No hay un hombre real viviendo en un mundo real. Hay cientos y miles de mundos más bien para esto que somos, con mil pieles abajo, mutando como serpientes. Y deberíamos agradecerlo. No imagino ser el mismo por años, por siglos. Quiero batallas imposibles, lunáticas, perdidas, afiebradas. Como los amores que nos encuentran acaso porque vamos por ahí intentando ser un tipo y terminamos siendo lo que verdaderamente somos.
Creo que el bueno de Ray Loriga tenía razón: dos días distintos te convierten en una persona diferente. Y no hablo de una vida real, hablo de la vida verdadera, de la verdad que somos. Por eso creo que las mentiras saben más de la verdad que la misma verdad, porque son crudas, porque la han merodeado, la fisgonearon sin que lo supiéramos, la hicieron un secreto, y como una fotografía la revelan, la desnudan desde las entrañas, desde su génesis, desde las tripas. Cuántas veces hemos estado desnudos, animales en celo después de todo, consumando cada una de nuestras perversiones sin saber nada el uno del otro. O creyéndolo saber. Nos mentíamos, nos sincerábamos. Al fin y al cabo, solo queríamos ser personas realies, un hombre real, pero ni siquiera sabíamos como serlo. Quizás solo rellenábamos ausencias. Cada vez menos trato de interpretar los silencios que crecen. Me lo he propuesto, no voy a pensarlo. Todavía debemos seguir haciéndolo.
Fotografía: Sophie Calle.