19 de mayo de 2008

La mujer inmoral y el arte box office


Pierre Bongiovanni resulta fundadamente inquietante, cuando ametralla con una serie de cuestionamientos sobre el estado de situación del arte, de las obras como hechos estéticos y de los artistas en los tiempos que corren. La aguda posición de Bongiovanni, investigador del Centro de Investigación Pierre Schaeffer, de Montbéliard, que va con su mirada hacia las artes electrónicas o informáticas, parte desde la propia noción de arte, la cual ha cambiado profundamente desde fines del siglo XIX y particularmente en las últimas décadas con la aparición de las artes electrónicas. “Benetton se presenta más problemáticamente que Nam June Paik. Una muestra de a qué punto, visto en proyección de futuro, ‘el arte’ parece desprovisto de toda capacidad de interpelación notable y al no provocar ni adhesión ni rechazo, se satisface de juegos utilitarios (blanqueo de dinero sucio, decoración de interiores, mejoramiento del ámbito, animación socio-cultural) sin que ello origine mayores comentarios”, escribe en su ensayo ‘La compasión de Buda’, en Contaminaciones – Del videoarte al multimedia, uno de los Libros del Rojas editado hace una década compilado por Jorge La Ferla.
Cuando el movimiento impresionista, a finales del siglo XIX, sustituye en los lienzos los grandes temas de historia o de religión por la representación de momentos de lo cotidiano, se da un paso hacia un nuevo concepto del asunto en arte, orientando la mirada hacia el entorno cercano y aceptando el interés temático de esta cercanía. “La manera en la que esta cotidianeidad se nos muestra no sería aceptada sin discusiones y censuras por buena parte del entorno social”, piensa el artista español Javier Chavarría Díaz.
La insolente desnudez de la ‘Olimpia’ de Eduard Manet, pintada en los albores de la modernidad, en 1865, y expuesta ese mismo año en el Salón de París, no tuvo otro destino que el escándalo. Aunque el tema parecía banal: una modelo, Victorine Meurent, posando como una cortesana, tendida en un diván, mientras una sirvienta le entrega unas flores de algún cliente, la consternación de esa sociedad tan conservadora sería tal que vale la pena revisar. El espejo con estos tiempos es inevitable.
La obra de Manet escandaliza no por el desnudo en sí, inspirado en la Venus de Urbino de Tiziano pintada en 1538. El referente clásico, la Venus renacentista, era ya inocuo para el público del XIX que lo había elevado a la categoría de obra de arte, por lo cual no podía ofrecer ningún riesgo. Por otra parte la historia del arte y los museos estaban ya entonces llenos de mujeres desnudas, pero eran desnudos catalogados y desarticulados. Eran odaliscas lejanas, mujeres de otras razas y épocas que nada tenían que ver con las mujeres que elegantemente vestidas visitaban los salones.
Lo peligroso fue, reflexiona Chavarría Díaz, que ese desnudo mostrado no era un desnudo clásico; comprometía al público burgués finisecular con la inmoralidad del propio hecho del desnudo. Liga el cuerpo de la mujer al placer y al disfrute del sexo que se compra. “Manet muestra un desnudo que no está basado en ningún discurso narrativo mitológico, clásico ni religioso. Simplemente muestra un desnudo que, por su oficio, es para el público del momento vergonzoso, y si violenta es principalmente por su contemporaneidad”.
El cordoncito de terciopelo o de raso negro anudado en el cuello, las babuchas con tacón de seda rosa, la flor en el pelo y la pulsera de oro, son tres elementos que evidencian esa desnudez del cuerpo a partir de objetos de moda en esa época. La brutal contemporaneidad del cuerpo de Olimpia es la de la mujer no sacralizada, cuyas cinta negra al cuello, la pulsera que evoca un regalo caro de algún cliente y que asegura que ese cuerpo de prostituta se puede comprar, escandalizan como las cómodas zapatillas de raso, usadas en un ámbito de intimidad, usadas por esa mujer que busca las miradas, entre el desafío y la invitación.
“En el fondo lo que molesta mirar en esta obra es como Manet desnuda en público a una mujer sin tomarse la molestia de disfrazarla de ningún personaje de leyenda que pueda justificar tal acto”.
Lo revulsivo de esta obra, que invita a repasar por estos tiempos el rol (social) de los artistas y sus obras, no es ese desnudo insoportable para la burguesía de fines del siglo XIX, sino la representación veraz de una realidad social: el cuerpo de una mujer para el consumo, para el placer, sin pudor ni moral algunos. Un espíritu que de vez en cuando extrañamos en estos tiempos de tanto “arte” box office y somnolencia achampañada.
Fotografía: ‘Olimpia’, pintura de Eduard Manet, 1865.